Una vez escuché a un empresario chileno decir que los empresarios venezolanos son muy distintos a los del resto del continente. Que mientras todos ellos eran empresarios pobres con empresas ricas, los venezolanos eran empresarios ricos con empresas pobres. De seguidas, reconocía que los empresarios del resto del continente quisieran ser ricos como los venezolanos, pero que la competencia los obligaba a reinvertir sus ganancias en sus empresas para poder mantenerse competitivos.
En Venezuela, una larga experiencia ha enseñado a los empresarios a que el éxito no radica en invertir constantemente en innovación, productividad o eficiencia, sino en cultivar las relaciones con quienes otorgan los dólares, los créditos y los permisos. El éxito en Venezuela no radica en la dedicación constante, sino en la detección de oportunidades de corto plazo. Como consecuencia de ello, mientras en el resto del continente los empresarios montan empresas, en Venezuela montan negocios. La diferencia no es sutil. La empresa rinde frutos en el largo plazo y tiene como fundamentos la experticia y la experiencia. El negocio rinde frutos en el muy corto plazo y tiene como único fundamento el acceso a privilegios. Todo depende del contacto, del "tengo un pana adentro que nos consigue... y lo único que tenemos que hacer es... ".
La solución no está en colocar más controles y regulaciones que solo contribuyen a crear nuevas fuentes de corrupción y de privilegios, y tampoco está en satanizar al empresario venezolano como un oportunista incorregible. La solución pasa primero por entender que el empresario chileno, el venezolano, la empresa y el negocio son todos productos de sus circunstancias. Si eliminamos los privilegios, el éxito pasará a depender de la competitividad, los negocios desaparecerán y en su lugar aparecerán empresas que se verán forzadas a invertir parte importante de sus ganancias en nuevas tecnologías y en la capacitación de sus trabajadores. Competirán en precio y calidad, generarán más y mejores empleos, tendrán mayores niveles de utilidad, pagarán más impuestos y el Estado tendrá más recursos para invertir en programas sociales, en infraestructura y en servicios públicos. No hay que inventar el agua tibia. Ese es el camino.
Ricardo Villasmil, profesor adjunto al Centro de Energía y Ambiente del IESA
Publicado en El Universal
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