El Nacional - 14 de octubre de 2013
La presencia de un jesuita en la máxima posición de la Iglesia católica me ha vuelto a la lectura de El liderazgo al estilo de los jesuitas del norteamericano Chris Lowney, exjesuita y ejecutivo de J. P. Morgan. Las acciones, actitudes y declaraciones del papa Francisco son, de alguna manera, la aplicación de los cuatro pilares esenciales descritos por Lowney: autoconocimiento, creatividad, amor y heroísmo. Explican, por ejemplo, su claridad para definir la visión del papado y la relación con las personas más que con la burocracia, su firmeza en reconocer los males que han venido afectando a la Iglesia y para impulsar las rectificaciones necesarias, su convocatoria a un ejercicio real de la tolerancia y a la discusión de temas hasta ahora tenidos por complicados o casi inaceptables.
Para la Iglesia, como para la sociedad, el camino hacia su reencuentro y hacia su renovación pasa por la retoma de los principios y la reflexión sobre lo esencial. Así se desprende de más de una expresión del papa Francisco y de declaraciones de encuentros de líderes religiosos, como el sostenido recientemente en Caracas y en el que se ha insistido en la necesidad impostergable de trabajar en una sociedad posible, que no solo proclame los valores de una convivencia humana en dignidad sino que no transija con los antivalores y la degradación a la que arrastran.
Esa mirada sobre lo esencial justifica la posición de quienes, aun calibrando la gravedad del deterioro económico que afecta a Venezuela, entienden que es más importante poner el foco en ese otro deterioro, más grave, más trascendente, de más difícil recuperación, que es el de los valores. Se observa en casi todos los ámbitos una perniciosa aceptación de lo no correcto, de la permisividad y la impunidad, del desorden, de la negociación de la dignidad, del desprecio por los derechos, de la falta de reconocimiento al valor del trabajo y de la honestidad. El fenómeno de la corrupción va más allá de los hechos que hacen noticia. Se ha entronizado como una cultura que toca el comportamiento generalizado y que no se resuelve simplemente con nuevas leyes o amenazas de sanción. Perdida la noción de sanción moral, las demás no pueden tener sino un efecto disuasivo muy transitorio.
Si preocupa la recuperación económica, más preocupación debería despertar la de los valores vinculados a un comportamiento apegado al bien, a la convivencia, al respeto, la verdad, la legalidad, la honestidad, la coherencia entre dicho y hecho, la solidaridad. Lo decía el jesuita Ugalde al recibir hace unos días el premio Hannah Arendt por la Paz y la Tolerancia. Su propuesta de “defender los valores de la paz y la tolerancia como atributos fundamentales del hombre y de la democracia” debería convocar a todos los venezolanos. Es parte de la tarea necesaria para construir una sociedad sana y positiva.
A partir del reconocimiento de sus potencialidades y debilidades, la sociedad venezolana está exigida de una reflexión sobre sí misma y sobre sus metas para una recuperación de la esperanza y del entusiasmo. Esta reflexión incluye de manera prioritaria la familia, las instituciones educativas, el ambiente social. Por muchos años se dejó a la educación la responsabilidad de formar en valores. La religión fue vista como una aliada imprescindible en esta tarea, incluso cuando se afirmó el laicismo de Estado y se excluyó o limitó la enseñanza de religión en las escuelas. Los valores, sin embargo, aunque no son inherentes a una profesión de fe particular, adquieren mayor sentido cuando nacen de un concepto vinculado a la religiosidad o a la trascendencia. Jonathan Haidt lo recuerda en La hipótesis de la felicidad cuando señala la relación entre moralidad y religión y cuando vincula felicidad con bien obrar. Qué duda cabe del positivo efecto de la religión para inspirar un comportamiento humano honesto, solidario, apegado a valores. Qué duda, cabe, sobre todo, de que la recuperación más necesaria ahora en Venezuela es la de los valores. Y es una tarea que no puede esperar.
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