El riesgo de existir
La inseguridad hace que la sociedad atente contra sí misma para remediar sus males. La violencia es una enfermedad social cuyas principales víctimas son personas inocentes
La vida es la vida. Morir es dejar de existir, desaparecer. Normalmente nadie quiere dejar de existir, menos de forma trágica e inesperada, y mucho menos aún por asesinato. Asimismo, normalmente nadie quiere sufrir algún tipo de violencia física o psicológica causada por otra persona. Tan es así que la evolución de las sociedades humanas tiene como uno de sus hilos conductores más importantes tratar de garantizar la seguridad de las personas. Por ello, la calidad de vida de una sociedad se juzga, en buena parte, en función de la probabilidad de sufrir daño físico o psíquico por causa de otra persona.
Así, pues, cuando alguien habla de violencia e inseguridad personal se refiere a lo más importante de una sociedad, a algo mucho más importante que la riqueza material o la equidad en la distribución de la riqueza.
Si algo comparten pobres y ricos es su necesidad de seguridad personal. Cuando se dice que un país tiene, por ejemplo, tasas de homicidios o de secuestros muy elevadas en comparación con otros países, se sabe inmediatamente que esa sociedad enfrenta graves problemas.
Enfrenta graves problemas no sólo porque el riesgo de perder la vida es en sí una calamidad, sino también porque ese riesgo constituye clara evidencia de que otras graves perturbaciones sociales se han apoderado de esa sociedad.
Este es el caso de la sociedad venezolana actual: en 2010, 57 homicidios por cada cien mil habitantes y 895 secuestros, la colocan entre las naciones que sufren con mayor agudeza el problema de la violencia y la inseguridad personal.
Pero esas cifras son apenas parte de una dura realidad. Tan alarmantes números deben ser analizados en perspectiva histórica: en 1998, las magnitudes correspondientes eran 20 homicidios por cada cien mil habitantes y 59 secuestros.
Ante este crecimiento de la violencia y la inseguridad, y ante el hecho de que no se observan políticas diseñadas y llevadas a cabo para atender el problema, sobran las razones para la preocupación y la alarma.
La inseguridad es uno de esos males que hacen que la sociedad se ataque a sí misma para tratar de resolverlos. Una reacción frecuente es recurrir a la violencia para erradicar la violencia. Por ejemplo, no es raro que el Estado recurra a penas más duras, redadas o acciones de «limpieza social», para hacer o aparentar que hace algo.
La experiencia muestra hasta la saciedad que tal tipo de políticas apenas llega a mejorar los síntomas por breve tiempo, para que luego reaparezca el mal con renovada fuerza.
No es raro que entre las víctimas de la violencia contra la violencia se encuentren personas inocentes, mientras que muchos delincuentes sobreviven exitosamente a medidas supuestamente dirigidas contra ellos. El resultado neto es siempre el mismo: más violencia. Sin embargo, es comprensible que tales acciones, que prometen resultados inmediatos, gocen de cierta popularidad, al menos por un tiempo, pues crean la ficción de proteger lo más sagrado del ciudadano: su vida.
Cuando está en juego la vida de una parte importante de la población, no es de extrañar que la inseguridad se convierta en el eje del problema político. Al respecto, no es descabellada la hipótesis de que, si la vida de muchos ciudadanos está en peligro y éstos enfrentan el dilema de escoger entre su vida y el sistema político, la mayoría optaría por su vida. Así enreda la vida de una nación el riesgo de perder la vida.
Una de las consecuencias del problema de la violencia y la inseguridad personal es la desesperanza que crea en la sociedad: esa percepción de que el problema empeorará ad infinitum, de que no hay nada que hacer.
La desesperanza es también comprensible cuando se sabe que, tras el crecimiento de la delincuencia, se encuentran monstruos como la corrupción policial y el narcotráfico.
Ante la gravedad del problema —la vida en riesgo— y todo lo que se asocia con él, no es extraño que muchas personas se muestren escépticas cuando se les dice que hay solución, que hay experiencias como la de Medellín, ciudad que llegó a ser considerada la más violenta del mundo y en pocos años disminuyó sensiblemente sus cifras de víctimas de la violencia y la inseguridad.
La información se presenta, los incrédulos que abundan la escuchan y se mantienen las apreciaciones catastróficas. Es difícil hablar con serenidad sobre un tema traumatizante.
En este número de Debates IESA se presenta información que muestra la gravedad del problema de la violencia y la inseguridad, revela su complejidad por la diversidad de factores implicados en él y enseña que sí hay maneras de resolverlo, que hay experiencias exitosas.
Ojalá el lector considere esta variedad de perspectivas, para que no se instale cómodamente en sólo una arista de la realidad al hablar del riesgo de existir.
Sobre el autor
Ramón Piñango es doctor en Educación por la Universidad de Harvard, Estados Unidos. Master en Sociología de la Educación por la Universidad de Chicago, Estados Unidos. Director de la revista Debates IESA. Expresidente del IESA