Pedro Palma
El 3 de diciembre de 2012 publiqué en esta columna un artículo en el que planteaba que la desaceleración inflacionaria que se había operado ese año era artificial y no sostenible, y que no debía interpretarse la misma como el resultado de una exitosa política antiinflacionaria, sino más bien como un represamiento artificial y temporal de la inflación. Explicaba que ese fenómeno se había debido, entre otras circunstancias, a un recrudecimiento desproporcionado de los controles de precios, particularmente de los alimentos, y a unas masivas importaciones de productos de consumo con divisas subsidiadas y artificialmente baratas, circunstancias ambas, sin embargo, que no se podían mantener por mucho tiempo. Los controles de precios estaban condenando a productores y distribuidores a trabajar a pérdida o con márgenes muy bajos, lo cual, a su vez, se traducía en limitaciones a la producción y en crecientes desabastecimientos que a la larga presionarían los precios al alza. Por otra parte, los tipos de cambio oficiales de Cadivi y Sitme estaban profundamente distorsionados, pues se habían mantenido inalterados por largos períodos, a pesar de estarse materializando una inflación local muy superior a la externa; esto generaba una sobrevaluación creciente de la moneda que abarataba artificialmente la divisa. De allí que cada vez más se afianzara el convencimiento de que esos tipos de cambio preferenciales iban a ser ajustados en breve plazo.
Adicionalmente, el acentuado aumento de la tasa cambiaria en el mercado negro que ya se estaba produciendo, multiplicaba la apetencia por los dólares preferenciales, y las autoridades cambiarias se vieron obligadas a restringir el acceso a los mismos, lo que produjo una escasez creciente de moneda extranjera. Las expectativas de devaluación, la carencia creciente de divisas y el divorcio de los tipos de cambio oficial y libre generaban presiones inflacionarias, ya que los precios tendían a establecerse por los crecientes costos esperados de reposición.
Terminaba ese artículo diciendo: “En resumen, la impostergable revisión de los precios controlados, la esperada devaluación, el disparatado gasto público, la expansión monetaria y las distorsiones cambiarias existentes, harán que la inflación repunte en el futuro inmediato”. Esta predicción antagonizaba con las proyecciones oficiales, que ubicaban la inflación esperada de 2013 en alrededor de 14%. Desgraciadamente, la realidad nos dio la razón.
Lo que hemos visto a lo largo de este año, y particularmente durante los últimos meses, es la materialización de una inflación fuera de control. En efecto, durante el primer semestre los precios aumentaron en promedio 25%, y entre junio del año pasado e igual mes de 2013 la inflación a nivel del consumidor fue de 39,6%, y es muy probable que en el futuro inmediato esa inflación anualizada tienda a aumentar. Algo muy grave es la intensidad con que se han encarecido los alimentos, ya que en los últimos doce meses los precios de ese rubro experimentaron un aumento promedio de 57,5%, y es muy llamativo el encarecimiento de los productos agrícolas que ha llegado a ser de 75% en igual lapso. Esto ha hecho que sea el segmento más desposeído de la población el que más alta inflación padece, ya que el porcentaje del presupuesto que estas personas tienen que destinar a la adquisición de alimentos es muy elevado, lo que los hace particularmente vulnerables al aumento de estos precios.
Resulta muy preocupante observar la inacción y reticencia al cambio de rumbo en el manejo de la cuestión económica por parte del Gobierno. Pareciera que los responsables de dirigir al país no fuesen conscientes de la gravedad del problema inflacionario existente, y de los profundos desequilibrios que aquejan a la economía y que requieren urgente atención. De continuar las cosas así, alto será el precio que pagaremos todos los que aquí vivimos y aspiramos a una vida mejor.
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