Nicolás Maduro ha incorporado al discurso oficial la palabra eficiencia, antes execrada por capitalista. En la medida en que los recursos sean más escasos, posiblemente también dé cabida a productividad y, eventualmente, a competitividad, rentabilidad, valor de la iniciativa privada, y otras. Simplemente enunciarlo no será, desde luego, suficiente. Nada cambiaría si no son incorporados simultáneamente los conceptos, los fundamentos que los sustentan y, más aún, las prácticas y los modos de hacer que convierten los conceptos en realidades.
La eficiencia, en efecto, no se decreta. Se logra. Igual que la productividad. Ambas implican método, capacitación, sistemas de trabajo, atención a los detalles, voluntad de excelencia, constancia, innovación. Son producto de una cultura del trabajo, de la organización, del esfuerzo metódico y sostenido. Exigen claridad de objetivos y selección adecuada de los medios. Se expresan en resultados. No conviven con el desorden, la ineptitud, el más o menos, la rutina, la permisividad. No se logran, desde luego, alentando el ausentismo, la anarquía o la desidia laboral.
Así lo han entendido países tan cercanos como Colombia o tan distantes como la India, cuyo crecimiento se explica por la aplicación de políticas públicas orientadas a generar riqueza sobre la base del trabajo, del fomento de la inversión pública y privada, del estímulo a la innovación, de la creación de condiciones para una intensa actividad privada generadora de oportunidades de empleo y de bienestar colectivo.
Con menos recursos que Venezuela, Colombia puede mostrar claramente mejores índices de crecimiento y desarrollo. Una de las claves ha sido, sin duda, la confianza en el sector privado y la voluntad de tender puentes efectivos para una acción coordinada. El ejemplo más reciente es el Plan de Impulso a la Productividad y el Empleo, PIPE, programa de más de 3 millardos de dólares llamado a generar 350.000 empleos y a contribuir a la meta de un crecimiento económico de 4,8% programada para este año. De la inversión prevista, algo más de 40% estará destinado a vivienda; el resto a medidas arancelarias, infraestructura, agricultura, fomento de la competitividad, comercio e industria, lucha contra el contrabando, promoción de la innovación. Destacan planes concretos para mejorar el sistema de logística, reducir el costo de la energía para la industria, facilitar la importación de materias primas y bienes de capital.
Con las diferencias de dimensión y cultura, el gigantesco y sostenido crecimiento de India responde al mismo esquema: planificación realista, generación de confianza, estímulo a participación del sector privado, incluso en la construcción de infraestructura. Ese ha sido el camino para generar empleo productivo y avanzar en la reducción de la pobreza. A la parálisis de las décadas de los cincuenta a los ochenta, marcadas por un excesivo estatismo, ha sucedido en las más recientes un periodo de extraordinario crecimiento, uno de los más altos del mundo, como para dar razón a los analistas que anticipan que emergerá en breve como una de las economías globales más importantes.
Si es verdad la vieja expresión según la cual los números son el lenguaje de la gerencia, Colombia e India tienen mucho que exhibir. No así la Venezuela de esta hora, definida dolorosamente por sus altos índices de inflación, enorme incremento de la deuda pública, devaluación, bajos índices de productividad, disminución del empleo formal, ausencia de inversiones, reducción de las exportaciones, aumento de la importaciones, desabastecimiento, paralización del aparato productivo.
Está bien traer al discurso público el reconocimiento de la necesidad de la eficiencia y la productividad. No es, sin embargo, suficiente. Ni es eficaz si no va acompañado de verdaderos gestos de diálogo, de voluntad de reducir la pugna y de hacerlo con respeto por el otro, por el sector privado, sin condicionamientos inaceptables, con un creíble llamado al trabajo y a una reducción de la conflictividad laboral, dentro de un marco legal que estimule y genere confianza.
La eficiencia, en efecto, no se decreta. Se logra. Igual que la productividad. Ambas implican método, capacitación, sistemas de trabajo, atención a los detalles, voluntad de excelencia, constancia, innovación. Son producto de una cultura del trabajo, de la organización, del esfuerzo metódico y sostenido. Exigen claridad de objetivos y selección adecuada de los medios. Se expresan en resultados. No conviven con el desorden, la ineptitud, el más o menos, la rutina, la permisividad. No se logran, desde luego, alentando el ausentismo, la anarquía o la desidia laboral.
Así lo han entendido países tan cercanos como Colombia o tan distantes como la India, cuyo crecimiento se explica por la aplicación de políticas públicas orientadas a generar riqueza sobre la base del trabajo, del fomento de la inversión pública y privada, del estímulo a la innovación, de la creación de condiciones para una intensa actividad privada generadora de oportunidades de empleo y de bienestar colectivo.
Con menos recursos que Venezuela, Colombia puede mostrar claramente mejores índices de crecimiento y desarrollo. Una de las claves ha sido, sin duda, la confianza en el sector privado y la voluntad de tender puentes efectivos para una acción coordinada. El ejemplo más reciente es el Plan de Impulso a la Productividad y el Empleo, PIPE, programa de más de 3 millardos de dólares llamado a generar 350.000 empleos y a contribuir a la meta de un crecimiento económico de 4,8% programada para este año. De la inversión prevista, algo más de 40% estará destinado a vivienda; el resto a medidas arancelarias, infraestructura, agricultura, fomento de la competitividad, comercio e industria, lucha contra el contrabando, promoción de la innovación. Destacan planes concretos para mejorar el sistema de logística, reducir el costo de la energía para la industria, facilitar la importación de materias primas y bienes de capital.
Con las diferencias de dimensión y cultura, el gigantesco y sostenido crecimiento de India responde al mismo esquema: planificación realista, generación de confianza, estímulo a participación del sector privado, incluso en la construcción de infraestructura. Ese ha sido el camino para generar empleo productivo y avanzar en la reducción de la pobreza. A la parálisis de las décadas de los cincuenta a los ochenta, marcadas por un excesivo estatismo, ha sucedido en las más recientes un periodo de extraordinario crecimiento, uno de los más altos del mundo, como para dar razón a los analistas que anticipan que emergerá en breve como una de las economías globales más importantes.
Si es verdad la vieja expresión según la cual los números son el lenguaje de la gerencia, Colombia e India tienen mucho que exhibir. No así la Venezuela de esta hora, definida dolorosamente por sus altos índices de inflación, enorme incremento de la deuda pública, devaluación, bajos índices de productividad, disminución del empleo formal, ausencia de inversiones, reducción de las exportaciones, aumento de la importaciones, desabastecimiento, paralización del aparato productivo.
Está bien traer al discurso público el reconocimiento de la necesidad de la eficiencia y la productividad. No es, sin embargo, suficiente. Ni es eficaz si no va acompañado de verdaderos gestos de diálogo, de voluntad de reducir la pugna y de hacerlo con respeto por el otro, por el sector privado, sin condicionamientos inaceptables, con un creíble llamado al trabajo y a una reducción de la conflictividad laboral, dentro de un marco legal que estimule y genere confianza.
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