jueves, 3 de marzo de 2011

Ramón Piñango \\ Verdaderos creyentes

Todos conocemos personas que lucen seguras de sí mismas, profundamente convencidas de sus principios, sea cual fuere la información que reciban o el argumento que se les presente. Si esas personas, además, tratan casi permanentemente de convencer a otros de la validez de sus ideas, y difícilmente disimulan su desprecio por los semejantes que entienden las cosas de otra manera, tenemos el esbozo de lo que es el "verdadero creyente".

Con verdaderos creyentes se topa uno muchas veces en la vida. El fanático de sí mismo y sus ideas puede sufrir de alguna disfunción en su relación con los demás, pero cuando actúan solos el mal que pueden causar tiende a limitarse a entornos muy cercanos como la familia o el lugar de trabajo. Sin embargo, cuando ese entorno se amplía el daño social que causan puede ser considerable. Es lo que ocurre cuando los fanáticos alcanzan posiciones de poder.

No es raro que la personalidad fanática adopte como suya un marco de ideas radical ­política o religiosa, de derecha o de izquierda, científica o artística­ y un movimiento que la exprese y represente. Así, lo que es una manera de pensar ­de entender el mundo, la realidad en general, la sociedad, lo que son y deben ser las personas­ se convierte en una práctica de mantenimiento o transformación del statu quo a como dé lugar. Justo en esta fase la personalidad fanática se convierte en una amenaza para quienes piensan de manera diferente. Ya no se trata de una persona sino de un conjunto de personas unidas para expresar su verdad y tratar de que los demás ­los no convencidos­ la adopten. Para los fanáticos es obvio que esos otros están equivocados y causan daño con su equivocación.

La crisis de Libia ha servido para observar una expresión dramática del fanatismo. Para quienes defienden a Gadafi, la revuelta contra él no puede ser otra cosa que una perversión de la historia, la consecuencia de una conspiración internacional, o una mentira mediática. Nada les dice a los fanáticos del chavismo ­que por cierto, no son todos los chavistas­ que Gadafi tenga 42 años en el poder, que practique el más extremo culto a la personalidad, que exista en su país una perversa distribución de la riqueza, que haya producido centenares de muertos, que diga discursos patológicamente delirantes que ni Shakespeare podría imaginar.

Todas esas manifestaciones de tiranía o de demencia se niegan o se racionalizan. Se niegan o racionalizan por necesidad. Gadafi fue adoptado como una figura emblemática de la ideología fanática del régimen chavista y no puede ser abandonada sin producir fisuras en la imagen pública de éste, especialmente entre quienes no son tan fanáticos de la del socialismo del siglo XXI.

El fanatismo asusta porque quienes lo encarnan tienen una inmensa inversión psicológica y social en él. Las percepciones de la realidad y los valores que orienta la vida constituyen una trama cada vez más tupida de la cual no puede halarse hebra alguna sin que se cree algún trauma. No menos tupida es la red de amigos y conocidos que depende de tales creencias. De esta manera, elevan inmensas las "barreras a la salida" de la ideas sostenidas con fanatismo. Por ello, defender su cerrado y excluyente marco de verdades es asunto de vida o muerte para el verdadero creyente.

Eso es lo que atemoriza de la ciega defensa de Gadafi. No se le entregó la espada de Bolívar por frivolidad o ligereza sino por la profunda convicción de que el personaje constituye una digna expresión del ideario chavista. En una palabra por fanatismo. No nos equivoquemos

Artículo de opinión publicado el 03 de marzo de 2011
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