Si le
preguntas a cualquiera por la calle cuál es el principal problema del país, muchos
responderían que es la exclusión de los venezolanos más humildes - o yo
respondería eso, y me gustaría creer que después de todos estos años, al menos
eso hemos aprendido.
Los más
humildes del país carecen de una educación de calidad que les permita alcanzar
su potencial y autorrealizarse a partir de su esfuerzo. Los más humildes no
tienen la oportunidad de ofrecer sus servicios productivamente a la sociedad a
través de un mercado laboral que les ofrezca estabilidad, crecimiento en
capacidades y satisfacción material y espiritual. Los más desposeídos no tienen
acceso – o en el mejor de los casos, tienen acceso muy precario y costoso - a
servicios públicos básicos de toda naturaleza: seguridad, agua, electricidad,
transporte, banca y financiamiento, etc. Los más humildes están desprotegidos
ante los achaques de la salud, de los envites de la naturaleza y la volatilidad
de la economía, es decir, el locus de control en su vida es efectivamente externo. Todo esto siendo
Venezuela un país de ingresos medio-altos, de acuerdo al Banco Mundial.
La
pobreza es una condición, no una característica. En otras palabras, la pobreza
no es irremediable, y remediarla debería ser la prioridad de un Estado que se
hace llamar “Social de Derecho y Justicia”. La exclusión de los más humildes es
el principal problema del país, pero no es la problemática del país. La problemática es la razón de fondo por la
cual el país no puede organizarse para darle una respuesta sostenible a sus
principales problemas. No poder eliminar la exclusión es consecuencia de la
problemática del país.
Diagnosticar
una problemática no es sencillo – algo tan profundo se presta para muchas
interpretaciones. En 1931, algunos de los eventuales padres de la democracia
venezolana se aventuraron a escribir el Plan
de Barranquilla, donde proponían su interpretación sobre la problemática de
la Venezuela de aquellos años.
El Plan de Barranquilla criticó a quienes
en su época ya sugerían que bastaba contar con “hombres honestos al poder” para
salvar al país. Plantea que el despotismo era producto de “una estructura
social-económica de caracteres diferenciados y precisables sin dificultad”. El
objetivo no era sacar a Gómez, era cambiar el sistema. Sacar a Gómez era el
requisito.
De
acuerdo a su visión, el poder del Estado se basaba en una organización
político-económica semifeudal, cooptado por una alianza histórica entre
latifundistas y caudillistas, oportunamente robustecida por el capitalismo
internacional para los tiempos de Gómez y del reventón petrolero. Yendo de
problemática a problema, el Plan de
Barranquilla elabora:
“Para caudillos y
latifundistas la situación semi-hambrienta de las masas y su ignorancia son
condiciones indispensables para asegurarse impunidad en la explotación de
ellas. Sin libertad económica, analfabetos y degenerados por los vicios, los
trabajadores de la ciudad y del campo no pueden elevarse a la comprensión de
sus necesidades ni son capaces de encontrarle cauce a sus anhelos confusos de
dignidad civil.”
Muchos
de los planteamientos en el Plan de
Barranquilla se mantienen vigentes, pero lo menciono por fines netamente
ilustrativos. Los problemas del país los tenemos más o menos claros. El debate
fundamental en la sociedad venezolana debe buscar clarificar su problemática.
Es decir, entender las razones políticas, económicas y sociales que hacen que nuestra
democracia no le de respuesta sostenible a los problemas prioritarios de
nuestra sociedad.
Revisando
nuestra historia, este no siempre fue el caso. Durante los primeros 20 años de
nuestra democracia, la dinámica de cooperación entre las principales fuerzas
vivas del país permitió que desde el gobierno se asumieran las necesidades
sociales como la prioridad. Se implementaron políticas económicas sostenibles y
esfuerzos sociales intensos en educación y salud. Estos se mantuvieron estables
a pesar de la alternancia pacífica de personas y partidos en el poder. Se
experimentaron mejoras sociales sin paralelos internacionales, mientras se gozó
de libertades políticas que si bien no eran perfectas, constituían una
democracia funcional - es decir, la envidia de la región. El petróleo había
sido un motor de crecimiento, pero no fue hasta esos años que se convirtió
realmente en un instrumento de desarrollo.
Y esa
dinámica se rompió a mediados de los 70s con el primer boom petrolero. No solo
se gastó todo el excedente extraordinario de ingresos, sino que la deuda
aumentó 17 veces en esos años. Nunca antes se implementaron tantos
“decretos-ley” unilaterales, y la filosofía del gobierno “de amplia base” se
abandonaría para siempre. El gobierno acumuló tanto poder económico con el boom
petrolero, que perdió la necesidad y la voluntad de cooperar con las demás
fuerzas vivas.
Y en la
trampa política del petróleo hemos estado atrapados desde entonces. Su lógica consiste
en el uso oportunista del petróleo desde el poder. Es decir, el uso del
petróleo para promover objetivos unilaterales del gobierno de turno, con
énfasis en la permanencia en el poder del partido o del líder. Las bajas en el
precio del petróleo siempre se consideraron momentáneas, por lo que nunca se
repensó el arreglo institucional. Una vez que se rompe la cooperación, lo que
quedó fue la desconfianza y el rencor, y como consecuencia definitiva, el
oportunismo.
En
términos intertemporales, el oportunismo se manifiesta a través de la voracidad
fiscal: Tarda más un petrodólar en llegar al país que el gobierno en gastarlo,
siendo incapaces de ahorrar en períodos de precios altos para poder estabilizar
en períodos de precios bajos. En términos distributivos, el oportunismo se
manifiesta a través de la discrecionalidad, el clientelismo y la corrupción:
“Solo yo decido quien tiene acceso al petróleo, lo tendrán mis aliados o
simpatizantes políticos, y no importa si ellos y yo violamos la ley en el
proceso”.
El uso oportunista
del petróleo no es rechazado por las grandes mayorías. Al carecer de
información sobre el manejo de su petróleo y de un punto de referencia
aspiracional, estas “no pueden elevarse a
la comprensión” de la problemática. El ingreso petrolero se le cobra a
agentes externos que no tienen un rol relevante en la política venezolana, y
por eso lo ciudadanos no perciben su uso oportunista como el derroche de algo
que es fundamentalmente propio.
Dada
esta relación entre el venezolano y su principal industria, la respuesta
natural es “jugar dentro del sistema”. Es decir, al venezolano y a las
organizaciones en el país no les queda sino ceder ante el chantaje político
para acceder a algún beneficio proveniente del petróleo. Este es el rentismo
petrolero.
Los
resultados de este sistema político disfuncional son el problema: Políticas de gasto e inversión social radicalmente
politizada y con impactos limitados e insostenibles, niveles de corrupción
espeluznantes, y una economía totalmente dependiente y vulnerable a los caprichos
del mercado petrolero mundial. Así pues, el locus
de control del gobierno y del resto del país (así como el de los
venezolanos más humildes) es efectivamente externo.
Desde
este paradigma, la revolución no es más que una versión brutalmente exacerbada
de lo que ya vivíamos durante los 80s y 90s: la creciente concentración de
poder en el gobierno, producto de los cambios en la constitución del 99 y de
los exorbitantes niveles en la cotización internacional de los hidrocarburos,
han estimulado al oficialismo en su socavar progresivo de todos los controles
institucionales al poder a través de vías legales o de facto. En este contexto,
no hay ninguna razón por la cual se tenga que negociar decisión alguna con otro
factor político, por lo cual se hace tan sencillo como deseable el negar su
existencia, y forzar al país al máximo extremo de polarización política en su
historia democrática.
Pareciera
tonto, pero la lección es que no se puede esperar concentrar todo el poder en
una sola instancia, en una sola persona, y esperar que esta se comporte
democráticamente. Cualquier proyecto político que aspire responder a la
problemática del país, y por consiguiente a los problemas del país, debe tener
como primer punto de agenda una reforma institucional que reduzca el poder de estar en el poder.
Cualquier
propuesta de reforma institucional que no intente eliminar la trampa política
del petróleo va a ser fallida, y no dará respuesta a los problemas de exclusión
prevalentes en nuestra sociedad. En este sentido, proponemos la distribución
directa de la renta petrolera a los venezolanos como una apuesta para atender
la necesidad de revertir la manera en que los ciudadanos se vinculan con su
petróleo.
Al
saberse con el derecho de recibir su porción del ingreso petrolero, y con dicha
porción como un referente aspiracional claro, el ciudadano exigirá información
veraz y oportuna sobre el negocio petrolero y sobre el destino de cualquier
descuento realizado a su porción por cobro de impuestos, inversiones en mayor
producción futura, o para el ahorro y la estabilización del flujo de ingresos.
El debate público sobre el petróleo, su industria y el uso de sus ingresos
alcanzará el nivel de atención y escrutinio que siempre ha debido tener,
motivándose así su buen uso.
Revirtiendo
la relación de dependencia entre el ciudadano y el Estado, se socava la
posibilidad de que el gobierno utilice los ingresos petroleros de forma
arbitraria y oportunista. Dichos ingresos pasarían a tener un doliente interno,
y su mal manejo no sería aceptable por las mayorías. Esto le daría poder
efectivo a los grupos políticos fuera del gobierno para exigir acordar de forma
cooperativa los términos de la inversión de estos recursos.
Al
hablar del petróleo como el gran minotauro de nuestra sociedad, Uslar Pietri
concluía que “Junto a esta gran cuestión
de vida o muerte, todo lo demás no sólo debería ser secundario, sino pospuesto”. La
exclusión de los venezolanos más humildes es el principal problema del país. La
extrema concentración de poder económico en el Estado a partir de su control
sobre los ingresos petroleros es su problemática política de fondo. Nuestra
propuesta es una apuesta para socavar la trampa política del petróleo sin hambrear
al Estado de recursos – no es una propuesta para hacer que el gobierno sea más
pequeño, sino para hacer que el gobierno sea mejor.
La
ponemos en la mesa para despertar un debate que ha estado irresponsablemente
silente en nuestra agenda pública: ¿Cómo superar el oportunismo petrolero para
lograr que el petróleo sea un instrumento de desarrollo social y económico?
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