viernes, 17 de junio de 2011

Miguel A. Santos \\ Memorias de días más simples

Le ha tomado 4 años a los libros electrónicos superar en ventas a sus ancestros de 550 años. Las ventajas del Kindle, según pregonan, se centran sólo en lo que ya no será necesario hacer: No más viajes a la librería, no más peregrinajes en búsqueda de títulos, no más problemas de espacio. Es evidente que quienes idearon éste guión no son asiduos lectores, pues prometen ahorrarnos en cosas que uno hace por puro placer.


Eso me ha traído a la memoria a mi abuelo, Ángel Navarrete Funes, un músico andaluz que se ganó la vida afinando pianos y órganos de oído. Fue el afinador del órgano de la Catedral de Valencia, de un buen número de academias musicales y de hogares, así como también de varios restaurantes. "Si la gente viera como se cocina allí no volverían más nunca".Hacia finales de los ochenta empezó a perder clientes, a raíz del surgimiento del "afinador automático": Un aparato prodigioso que indicaba cuándo una nota se encontraba en su punto. El valor agregado de mi abuelo, su conocimiento del registro preciso que debía tener cada tecla, cada nota dentro de cada escala, se redujo en la medida en que el oficio se convertía en un mero tensar cuerdas y balancear fuelles de forma sucesiva, hasta que "la lucecita verde se prendiera".


Se negó a trabajar con aquella tecnología, y durante algún tiempo se mantuvo gracias a algunas fidelidades, alimentadas por las visitas periódicas a los mismos lugares, durante tanto tiempo.Unos años después las cosas volvieron a cambiar. Desde Caracas y Mérida empezaron a llamarlo para afinar el órgano de la Catedral, y poco a poco fue recuperando todos sus clientes y más. El afinador automático "no era lo mismo". Eso ocurrió en una época en que se encontraba ya muy avanzado de edad y no podía trasladarse con facilidad. No se daba abasto. Eso sí, había perdido la noción del dinero. Cuando veían la factura, sus condescendientes clientes con frecuencia lo invitaban a quedarse a comer o le pedían que les dejara darle algo más. "¡Señor! ¡Que yo no soy un ladrón!".


Lo recuerdo sentado en la banqueta del órgano de la Iglesia El Trigal, en la nave de la derecha al fondo, de perfil a la feligresía y de frente al sacerdote, rodeado por la tenue luz de las velas (las de verdad, no las bombillas disimuladas), mientras esperaba la señal de Monseñor Álvarez (¡Ángel!) para empezar a tocar. Porque hacia finales de su vida, como suele suceder, empezó a perder el oído, primero para los ruidos y la gente, y sólo después para la propia música. Todavía le dio chance de lidiar una última batalla contra la tecnología. Pensando en hacerle más fácil aquellos últimos años, hicimos una colecta entre varios nietos para comprarle uno de esos audífonos de amplificación. Los utilizó un par de días. Ya se había acostumbrado a vivir con un volumen mucho más bajo y no podía tolerar "todo ese escándalo alrededor".


La supremacía del Kindle me ha traído todas esas memorias de vuelta en rápida sucesión. Esta claro que gracias a la tecnología ahora tenemos enormes posibilidades que antes ni soñábamos, y que en cualquier caso no será posible volver atrás. Pero vale la pena conservar algún lugar en donde la vida aún transcurra con la asombrada simpleza de aquellos días. Así sea en la memoria.


Artículo de opinión, viernes 17 de junio de 2011





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