(El profesor del IESA, Miguel Ángel Santos, da su opinión la película “Tiempos de dictadura” y cómo esta le hizo pensar en los héroes de todos los días. Publicado en el diario El Universal, el 9 de septiembre de 2012)
Alguna vez escuché a Antonio Cova, en los días aciagos que siguieron al referéndum revocatorio de agosto 2004, resaltar las virtudes del venezolano para la resistencia y la lucha, tomando como ejemplo a los héroes de nuestra independencia. Que si somos herederos de quienes recorrieron grandes distancias a caballo con muy pocas certezas, que si lo hicieron ya no por la libertad propia sino por la de nuestros hermanos, que si por esa noble causa pasaron hambre y frío, atravesando la cordillera pobremente equipados. Recuerdo que fue en un foro en un hotel de Puerto La Cruz y también que esa tarde llovía a cántaros.
Estos últimos detalles, relativamente irrelevantes, han quedado anclados en mi memoria por otra sensación, esa sí, mucho más duradera. Aquella referencia me ha resultado siempre ajena. Desde un punto de vista puramente conceptual es evidente que la gesta merece atención y a algunos les podría resultar hasta inspiradora. Pero, en mi caso, no viene asociada a ningún sentimiento de pertenencia o proximidad, al menos no más allá de los que evocarían San Martín o el mismísimo Mahatma Gandhi.
Esa es una sensación que contrasta con el espíritu de resistencia y la inspiración que destila la película documental "Tiempos de dictadura" de Carlos Oteyza. Tengo que reconocer que al menos una fracción de esta divergencia se debe a un hecho cosmético-situacional: Los héroes de "Tiempos de dictadura" no huelen a pulpa de papel, no andaban a caballo ni exhibían patillas, ni portaban uniformes afrancesados. Más aún, algunos de ellos están detrás de mí en la cola de la entrada del cine, o más allá, en la de las cotufas, e inclusive en las butacas de unas filas más adelante ya dentro de la sala. Ahí está Isabel Carmona, luchadora política presa durante la dictadura de Pérez Jiménez, que dio a luz en la cárcel a su tercer hijo, y permaneció allí mientras los dos mayores eran cuidados por familiares.
Está Américo Martín, con su sonrisa despistada, y Simón Alberto Consalvi, con una barbita de cuatro días. Aunque no los haya visto por aquí esta noche, hay también testimonios de otras figuras que nos resultan más próximas como Pompeyo Márquez o Teodoro Petkoff. Aún entre los que nos dejaron en aquella época, la memoria de Leonardo Ruiz Pineda, que se mantuvo en la clandestinidad al frente de la Dirección Nacional de AD nada menos que 42 semanas, me resulta mucho más próxima (acaso por cortesía de una amplia avenida que lleva su nombre no lejos de mi hogar en Valencia) que la de cualquier prócer.
Eventos cruciales
Con base en los testimonios y una amplia selección de videos e imágenes de la época (se me ha quedado grabada la imagen de Carlos Delgado Chalbaud dentro del ataúd), acompasados por la voz de Laureano Márquez, la música más apropiada según el espíritu de cada escena y un conjunto de imágenes caricaturescas para identificar los eventos cruciales sobre los cuales no existe memoria visual, Carlos Oteyza le ha entrado de frente a una época que hasta ahora ha sido dominada por la leyenda dorada, para unos, y la leyenda negra, para otros. Aunque a ratos funge como un iluminista, alumbrando de lado y lado, la conclusión es clara y contundente: No tenemos por qué escoger entre la paz social y la libertad.
Espejo de la época
Así, los testimonios se van entretejiendo y confirmando, en algunos casos; contrastando, en otros. Se forma así un espejo de la época que viene a depender de lo que en definitiva depende siempre la historia: de la confluencia de testimonios. Ese espejo no siempre arroja una imagen nítida, no siempre es uniforme, ni tampoco se presta a la conclusión fácil. Dentro del conjunto de testimonios que desfilan por la cinta hay dos lugares extremos que en mi opinión proveen el contexto a todos los demás: El del editor José Agustín Catalá (fallecido en diciembre pasado a sus 97 años) y el de la bailarina Yolanda Moreno. Ambos ilustran dos posiciones distintas, dos lugares en los que la llegada de la dictadura sorprende por azar a los protagonistas.
El período de Pérez Jiménez en términos amplios (1948-1958) ocupa entre los 33 y los 43 años del editor del "Libro negro de la dictadura". Por esa osadía Catalá será sometido a las más crueles torturas, que narra con una serenidad e indiferencia que hielan la sangre. A la pregunta final responderá con la misma parsimonia: "Fueron tiempos de infamia". Y luego está Yolanda Moreno. A la incipiente bailarina la dictadura la sorprende en el colegio, su primer testimonio narra de forma divertida cómo recibieron la noticia de volver temprano a casa tras el golpe a Gallegos. Sus recuerdos están impregnados por los juegos y salidas callejeras (un espejo de la seguridad personal que forma parte de la leyenda dorada de la época), de los grandes desfiles de Carnaval ("en aquellos años el país entero se había convertido en un enorme desfile"), de las grandes fiestas navideñas que en 1952 distrajeron la atención del pueblo del fraude electoral perpetrado contra Jóvito Villalba. A la pregunta final responderá: "Fueron tiempos de arte".
Este contraste es esencial tanto para el ritmo como para la honestidad de la película, y encierra una decisión esencial que todos, una que ya unos en mayor grado que otros, de forma explícita o dejándose llevar de a poco, hemos ido tomando con el paso de los años: ¿Hasta qué punto debemos sacrificar nuestros principios, nuestras opiniones, nuestro deseo de ser libres, a cambio de la tranquilidad, de la comodidad, de la protección de nuestro patrimonio? "En aquella época el que no desfilaba, aplaudía". La dictadura de Pérez Jiménez es particularmente ilustrativa de este dilema, toda vez que la feroz represión fue acompañada de una fenomenal expansión económica como producto del ingreso petrolero (como destaca la película, Venezuela se convirtió en aquellos años en el mayor exportador de petróleo del mundo, mientras su economía se ubicaba entre las de mayor crecimiento en el planeta). Esa prosperidad económica la encarnan en la película los emigrantes que, como mi padre, llegaron a Venezuela en la primera parte de los años cincuenta. "Fueron años de trabajo, de riqueza".
Memoria visual
Este contraste tácito es un buen ejemplo de cómo Carlos Oteyza ha conseguido destilar de los testimonios y la memoria visual de aquella época, lecciones que siguen estando muy vigentes. Allí está el fracaso de las iniciativas independientes de partidos políticos diezmados y muy mal coordinados. La imagen todopoderosa que presentaba Pérez Jiménez y la desesperanza de los dirigentes políticos venezolanos tanto aquí como en el exilio hacia finales de 1957, a días de caer el régimen (Rómulo Betancourt llegaría entonces a decir que Venezuela se aproximaba hacia una nueva era gomecista, pero su testimonio no forma parte de la película). La presión sobre los empleados públicos. "En aquellos años se demostró que militarizar a los civiles era mucho más fácil que civilizar a los militares".
Y llego así a mi reflexión final. Decía el Emperador Adriano en su carta a Marco Antonio (refiriéndose a Trajano) que "mucho nos cuesta percibir y reconocer la verdadera grandeza entre quienes coinciden con nosotros en la época y el camino". Esos héroes relativamente comunes que ha retratado Carlos Oteyza me hicieron pensar en los héroes de todos los días, en los de nuestro tiempo, en los que han sacrificado lo más valioso que tienen, a fin de cuentas sus días y su tiempo, para mantener viva esa llama que nos alumbre mientras damos nuestra particular resistencia, nuestro esfuerzo por evitar deslizarnos hacia nuevos tiempos de oscuridad.
@miguelsantos12
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