Juzgar el grado de responsabilidad de un gobierno pasa por analizar su postura frente al fenómeno de la deuda pública: las razones para adquirirla, su monto en relación con la capacidad de pago, el destino de los recursos, las condiciones, la voluntad de honrar los compromisos y la tradición de cumplimiento. Todos estos datos dan información valiosa, pero donde realmente debería medirse esa responsabilidad es en la consideración sobre las consecuencias de la deuda para las futuras generaciones, sobre la carga que significará para ellas, especialmente cuando no ha estado destinada a la construcción del futuro y se ha perdido en las aguas del derroche, la ineficiencia o el inmediatismo.
Un programa de endeudamiento con perspectiva de largo plazo no se entendería sin una valoración de las consecuencias. Las están sufriendo trágicamente países que han equivocado el cálculo de sus capacidades, se han deslumbrado por períodos de prosperidad o han sustentado su crecimiento más en una tentadora apertura financiera que en su propia capacidad de generación de riqueza. No supieron establecer la relación adecuada entre el tamaño de la deuda y la vitalidad de su economía, más allá incluso de su inmediata y circunstancial capacidad de pago. No supieron preguntarse por el monto de recursos que resultarían inmovilizados en el mediano y largo plazo en aras del financiamiento de las necesidades presentes.
En el caso de Venezuela, el análisis sería más claro si realmente conociésemos el monto de la deuda. El Gobierno se empeña en presentarlo como pequeño y manejable, pero oculta la información completa, la de una deuda interna en la que no se contemplan los enormes pasivos laborales y sociales, o la de una deuda externa que pretende desconocer préstamos disfrazados u olvidar gastos pendiente por contratos no cumplidos, pago de confiscaciones u otras obligaciones.
Más importante que el monto es, sin embargo, la tendencia y el peso derivado de la calificación financiera. Pese a los enormes ingresos petroleros, la deuda venezolana crece, en efecto, de manera acelerada, al tiempo que se reducen las reservas llamadas a respaldarlas.
La incidencia de factores como el clima político, la inseguridad jurídica, la desconfianza de los inversionistas, la reducción del crecimiento económico, las altas tasas de inflación determinan, por otra parte, el riesgo país y hacen de nuestra deuda soberana una de las más riesgosas del mundo. Lo decía Maza Zavala al señalar como insuficiente que la república hubiese demostrado siempre ser buen pagador de su deuda externa y destacar el peso de las circunstancias políticas y sociales en la calificación del riesgo país.
Son estas realidades las que hacen cada vez más costosas las condiciones de financiamiento y las que llevan a preguntarse hasta dónde puede el país cargar con el pago de una deuda creciente, qué porcentaje del presupuesto deberá destinar al cumplimiento de las obligaciones, cuál es su verdadera capacidad de endeudamiento. Es hora de pensarlo para no vernos en la situación de los países europeos actualmente en crisis o de la Cuba socialista, abrumada por una deuda de más de 20 millardos de dólares y enfrentada simultáneamente a una urgente necesidad de cambios y a su propia debilidad estructural para asumirlos.
La preocupación nacional en torno a la deuda, especialmente con vistas al futuro, debería encontrar eco, hoy más que nunca, en la Asamblea Nacional, responsable de la aprobación del presupuesto y de los niveles de endeudamiento. La esperada demostración de la efectiva división de funciones se pondría de manifiesto si los legisladores asumieran, como les corresponde, la obligación de establecer el presupuesto, fijar la política de gastos del Estado y controlar su ejecución.
Es su responsabilidad evitar un endeudamiento que comprometa la solvencia del país y su futuro. En su responsabilidad proteger a las nuevas generaciones y evitarles la carga de una hipoteca que acabe con su esperanza.
Artíulo de opinión
Publicado lunes 02 de mayo de 2011
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