En la reciente edición de la revista Time Lula Da Silva figura entre los 100 líderes mundiales más influyentes. No es la primera vez que recibe un reconocimiento parecido. Le Monde lo designó personaje del año en 2009 “por su respeto a la democracia, su preocupación por el desarrollo social y económico de Brasil y la defensa del medio ambiente”. El Financial Times lo incluyó en su lista de las 50 personalidades más destacadas en la primera década del siglo XXI. Lo han hecho también El País, de España, y la británica The Economist.
Más allá de la discusión sobre si las políticas de Lula se corresponden a lo que se dio en llamar “tercera vía” o si es, como el propio Lula ha reclamado, su “propia vía”, está claro que responden a un modelo de inspiración social sobre las bases de una pragmática afirmación de los fundamentos macroeconómicos, del respeto al estado de derecho y a las instituciones, de la defensa de la empresa privada y el estímulo a su participación en todos los ámbitos, incluido el petrolero.
Crítico del proteccionismo de los países del primer mundo, pero al mismo tiempo defensor sincero de las leyes del comercio internacional; su política afirmativa y sin complejos le ha permitido ubicar a Brasil entre las grandes economías del mundo. Creyente en la integración sobre la base de las potencialidades mutuas y de la sostenibilidad de los proyectos, su realismo le ha dado en este campo una posición de sólido liderazgo, más allá de las simples proclamas.
Brasil ha apostado por este modelo. Es lo que le permite decir al economista Mailson da Nóbrega que: “Sea quien sea el próximo presidente la política económica no va a cambiar, ya que el vencedor no va a alterar algo que ha dado buen resultado”. Los analistas coinciden, en efecto, que durante la administración de Lula Brasil logró los objetivos de estabilidad macroeconómica y consolidó un firme bloque de poder integrado por el sindicalismo y los movimientos sociales, pero también por un sector empresarial fortalecido y en diálogo creador.
El modelo contrario está, sin duda, ejemplificado en la Cuba de los hermanos Castro: centralización y personalización del poder, negación de la propiedad, eliminación de los sindicatos y de la libre empresa. Sólo la ceguera del fanatismo podría negar los resultados: baja productividad, abandono de la agricultura, pobreza generalizada, salarios insuficientes, déficit de viviendas (más de un millón de familias en lista de espera desde hace 10 años), corrupción, desaliento y desigualdades sociales son el resultado de la concentración del poder político en la administración de la economía, burocratismo hipertrofiado. Sólo un dato reciente: el presidente cubano Raúl Castro acaba de reconocer que en el improductivo sector estatal, que agrupa más del 80 por ciento de la fuerza laboral, sobran un millón de puestos de trabajo, es decir, uno de cada cuatro cubanos que trabaja para el Estado podría quedar desempleado.
¿A más de 50 años de revolución y a más de cuatro décadas de que Fidel Castro acabara por decreto con la mayoría de los negocios privados, es esta realidad la que obliga al Gobierno cubano a abrir tímidamente la posibilidad de acción a la iniciativa privada? ¿Ha funcionado un modelo con alardes de independencia cuando aumenta cada día su dependencia alimentaria, precisamente de países como Brasil, que han optado por un modelo de crecimiento diferente?
Dos modelos, dos resultados: la opción de una economía sólida con efectiva proyección social o la de una economía incapaz de generar bienestar y ahogadora del ciudadano en nombre de la justicia social; la de la libertad y las oportunidades para generar prosperidad o la de la sumisión y la desesperanza.
Artículo de opinión
Diario La Verdad, martes 11 de mayo de 2010
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