jueves, 18 de marzo de 2010

Ramón Piñango\\ La farsa

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua una farsa es una "obra dramática desarreglada, chabacana y grotesca". Pero también entiende por farsa "enredo, trama o tramoya para aparentar o engañar". Y por farsante, "persona que finge lo que no es o no siente".

Si uno se calma, toma aire, respira profundo, se deja arropar por algo de serenidad y considera esas definiciones de la Real Academia, se percatará de que estamos perfectamente colocados en medio de una farsa. De una farsa que pretende engañar y ha engañado, de una farsa que todos --Gobierno y oposición-- hemos ayudado a crear, y que todos los días nos esforzamos para asegurarnos de que no decaiga o, lo que es peor, desaparezca, al percatarse el público de que todo no es más que una mentira, una inmensa mentira que cultiva el Gobierno y quienes se le oponen. El problema es que, más allá de la voluntad de los farsantes de cualquier signo político, el público se ha cansado de la enredada trama, ha escudriñado tras bastidores y ha comenzado a darse cuenta de que ha estado viviendo en medio de una falsedad.

El Gobierno se esfuerza hoy como nunca para demostrar un poder que no tiene. Así, ha comenzado a temerle a lo que una vez creyó que nunca llegaría: a los evidentes fracasos públicos, a la mamadera de gallo, al chistecito, al irrespeto a la majestad presidencial, a las críticas que vienen de afuera. Especialmente, cuando todo eso llega junto y como de repente.

Fue lo que pasó con el espectáculo de la injerencia en Honduras, la protesta estudiantil, el "estás ponchao", la salida del vicepresidente Carrizález, el culipandeo con el problema eléctrico, la imparable inflación que se tragó el aumento del salario mínimo, el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el "sea varón" de Uribe, la renuncia de Falcón, la significativa caída en las encuestas y el reciente cacerolazo en El Valle.

Demasiado, y al Gobierno se le hace muy difícil ocultar lo inocultable: que no puede con su ineficiencia, con sus conflictos internos y con las locuras del máximo líder, que al comienzo caían como gracias y ahora como morisquetas. Y no le queda otro recurso que recurrir a la violencia, a la constante violación de la Constitución, inventando leyes para envolverse en una supuesta legitimidad en la cual nadie cree.

¿Y la oposición? Alimentando también el monstruo de su farsa, hablando de elecciones como si éstas constituyeran una salida segura en un régimen que no cree en elecciones ni en ningún otro procedimiento democrático. Viviendo en la más absurda contradicción porque todos los días hace denuncias sumamente graves sobre la inconstitucionalidad en la cual estamos sumergidos, sobre cómo el Gobierno ha permitido la clarísima intromisión de Cuba en asuntos tan delicados como el manejo de bancos de datos clave, sobre el regalo de valiosísimos fondos públicos a otras naciones, dejando sin atender perentorias necesidades en este país, sobre las mentiras en relación con la marcha de la economía, sobre la gravedad de la inseguridad personal y las víctimas que ocasiona la floreciente industria del secuestro, sobre lo que sea... Y sin embargo, insiste en reforzar con su conducta una imagen de legitimidad gubernamental, ya muy carcomida y difícil de vender dentro y fuera del país.

Los farsantes dan muestra de agotamiento, no dan para mucho más. Sin embargo, hacen un gran esfuerzo para continuar su representación. En cualquier momento podemos entrar en lo que la televisión llama "capítulos culminantes", cuando, al fin, todos tendremos que quitarnos la máscara.
¿Qué pasará entonces? ¿Trataremos de continuar la función? Es posible, el riesgo es que alguien o algo puede obligarnos violentamente a dejar de engañar y engañarnos.

Artículo de opinión
El Nacional, jueves 18 de marzo de 2010
www.el-nacional.com

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