(El economista y profesor del IESA, Pedro Palma, compara las realidades económicas y políticas actuales con las que se vivían a finales de 1988 y comienzos de 1989. Publicado en El Nacional, el 22 de octubre del 2012)
Cuando se comparan las realidades económicas y políticas actuales con las que se vivían a finales de 1988 y comienzos de 1989 afloran unas similitudes sorprendentes de las que mucho podemos aprender.
Durante los últimos años de la presidencia de Lusinchi se vivía una ilusión de bonanza, producida por una política expansiva de gasto público a través de la cual se inyectaban a la economía ingentes recursos que estimulaban el consumo, el cual también crecía por una abundante demanda de crédito, debido a la fijación de las tasas de interés en niveles muy bajos e inferiores a la inflación.
Ese incremento de las compras estimulaba la producción y creaba mayor demanda de mano de obra, reduciéndose así el paro laboral. Si bien la inflación era elevada y creciente, particularmente la de alimentos, el Gobierno intentaba doblegarla a través de severos controles de precios y crecientes importaciones, buscando con ello evitar problemas de desabastecimiento en respuesta a los severos controles y a la mermada competitividad de los productores de bienes transables. Las reservas internacionales, por su parte, estaban sometidas a grandes presiones, no sólo como producto de las crecientes compras foráneas, y de unas estancadas exportaciones petroleras debido a unos precios debilitados, sino también de una demanda muy intensa de divisas preferenciales que se vendían a unos tipos de cambio muy bajos y divorciados de la tasa libre. Además, buena parte de esas reservas eran utilizadas para financiar gasto público.
Todo lo anterior llevó a que al final de 1988 la economía estuviera padeciendo severos desequilibrios en los ámbitos fiscal, monetario, financiero y externo, que exigían impostergable atención y corrección. No obstante, la percepción general era que se vivía una situación muy favorable que debía preservarse a toda costa, para lo cual se eligió a Carlos Andrés Pérez, el artífice de la bonanza de mediados de los años setenta, para que continuara la fiesta.
Fue así como Carlos Andrés Pérez obtuvo casi 53% de los votos en la elección de diciembre de ese año, cosa nunca vista hasta entonces, y Lusinchi dejó la presidencia con una popularidad de 70%. A pesar de la euforia y optimismo general, a los pocos días de la toma de posesión del nuevo gobierno estalló el Caracazo después de producirse un incremento del precio de la gasolina y de las tarifas de transporte, como parte del paquete de ajuste recientemente anunciado, que buscaba corregir los profundos desequilibrios existentes. Ese fue un amargo y sorpresivo despertar para la gran mayoría de los venezolanos.
Ahora vivimos una serie de circunstancias muy similares a las descritas. El dislocado gasto público ha generado un grave desequilibrio fiscal.
Las ingentes necesidades de financiamiento se han traducido en un desbocado endeudamiento público y en un uso irresponsable de los recursos del Estado. Se ha obligado al BCV a transferir más de 43 millardos de dólares de reservas internacionales para financiar gasto público, llevando esas reservas a niveles críticos. Hay estrechez en el suministro de dólares, producto, entre otras cosas, de un aumento desproporcionado de las importaciones, de las que dependemos para abastecer el mercado interno. Hay un gran desequilibrio cambiario y una sobrevaluación descomunal de la moneda, que ha afectado severamente la capacidad competitiva de los productores de bienes.
Existe una altísima inflación que se pretende dominar con controles de precios ineficientes e insostenibles, que lo que hacen es represar, mas no solventar el problema. Todo lo anterior, y otros dislates gubernamentales, como las expropiaciones, y la insistencia den aplicar un modelo político y económico caduco y fracasado, han generado una serie de graves problemas que habrá que afrontarlos en el futuro.
Ojalá que las difíciles medidas que aplique el Gobierno a tales fines, aun cuando inevitablemente dolorosas, sean exitosas y no traumáticas.
Durante los últimos años de la presidencia de Lusinchi se vivía una ilusión de bonanza, producida por una política expansiva de gasto público a través de la cual se inyectaban a la economía ingentes recursos que estimulaban el consumo, el cual también crecía por una abundante demanda de crédito, debido a la fijación de las tasas de interés en niveles muy bajos e inferiores a la inflación.
Ese incremento de las compras estimulaba la producción y creaba mayor demanda de mano de obra, reduciéndose así el paro laboral. Si bien la inflación era elevada y creciente, particularmente la de alimentos, el Gobierno intentaba doblegarla a través de severos controles de precios y crecientes importaciones, buscando con ello evitar problemas de desabastecimiento en respuesta a los severos controles y a la mermada competitividad de los productores de bienes transables. Las reservas internacionales, por su parte, estaban sometidas a grandes presiones, no sólo como producto de las crecientes compras foráneas, y de unas estancadas exportaciones petroleras debido a unos precios debilitados, sino también de una demanda muy intensa de divisas preferenciales que se vendían a unos tipos de cambio muy bajos y divorciados de la tasa libre. Además, buena parte de esas reservas eran utilizadas para financiar gasto público.
Todo lo anterior llevó a que al final de 1988 la economía estuviera padeciendo severos desequilibrios en los ámbitos fiscal, monetario, financiero y externo, que exigían impostergable atención y corrección. No obstante, la percepción general era que se vivía una situación muy favorable que debía preservarse a toda costa, para lo cual se eligió a Carlos Andrés Pérez, el artífice de la bonanza de mediados de los años setenta, para que continuara la fiesta.
Fue así como Carlos Andrés Pérez obtuvo casi 53% de los votos en la elección de diciembre de ese año, cosa nunca vista hasta entonces, y Lusinchi dejó la presidencia con una popularidad de 70%. A pesar de la euforia y optimismo general, a los pocos días de la toma de posesión del nuevo gobierno estalló el Caracazo después de producirse un incremento del precio de la gasolina y de las tarifas de transporte, como parte del paquete de ajuste recientemente anunciado, que buscaba corregir los profundos desequilibrios existentes. Ese fue un amargo y sorpresivo despertar para la gran mayoría de los venezolanos.
Ahora vivimos una serie de circunstancias muy similares a las descritas. El dislocado gasto público ha generado un grave desequilibrio fiscal.
Las ingentes necesidades de financiamiento se han traducido en un desbocado endeudamiento público y en un uso irresponsable de los recursos del Estado. Se ha obligado al BCV a transferir más de 43 millardos de dólares de reservas internacionales para financiar gasto público, llevando esas reservas a niveles críticos. Hay estrechez en el suministro de dólares, producto, entre otras cosas, de un aumento desproporcionado de las importaciones, de las que dependemos para abastecer el mercado interno. Hay un gran desequilibrio cambiario y una sobrevaluación descomunal de la moneda, que ha afectado severamente la capacidad competitiva de los productores de bienes.
Existe una altísima inflación que se pretende dominar con controles de precios ineficientes e insostenibles, que lo que hacen es represar, mas no solventar el problema. Todo lo anterior, y otros dislates gubernamentales, como las expropiaciones, y la insistencia den aplicar un modelo político y económico caduco y fracasado, han generado una serie de graves problemas que habrá que afrontarlos en el futuro.
Ojalá que las difíciles medidas que aplique el Gobierno a tales fines, aun cuando inevitablemente dolorosas, sean exitosas y no traumáticas.
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