miércoles, 11 de agosto de 2010

Gustavo Roosen \\ Contrastes

La comparación es inevitable. Y dolorosa. No salimos bien parados de ella. Las economías de Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, Perú, Colombia, México y Costa Rica pueden exhibir, con satisfacción, buenos resultados, consecuencia en buena medida de una política de apertura a las formas de integración que privilegian lo económico y que se sostienen sobre los pilares de la competividad y la complementariedad, la diversificación y la productividad.

¿Y Venezuela? El impacto de los acuerdos de integración comercial celebrados por los países latinoamericanos entre sí en el ámbito de Mercosur y los tratados de libre comercio suscritos por algunos de ellos con la Comunidad Europea o países tan diferentes como China, Japón, Corea, Australia, Nueva Zelanda y Estados Unidos se expresa en un crecimiento económico sostenido, una positiva expansión de la inversión nacional y extranjera, la generación de empleo productivo y la creación de las condiciones indispensables para la disminución de la pobreza y la afirmación de un estado de confianza que estimula la acción de los emprendedores y abre oportunidades de futuro a las nuevas generaciones. Han optado por asociaciones productivas y han ganado en bienestar social.

Si algo tienen en común estos países es una actitud de confianza por parte de sus líderes: confianza en la gente y en el país, en sus potencialidades y en su capacidad competitiva, en la posibilidad de desarrollar una economía exportadora y de sacar provecho de acuerdos binacionales o multilaterales concebidos sobre la base de objetivos económicos y no políticos, de metas realizables, de mercados reales.

En contraste con estos datos, los de Venezuela muestran hoy una condición de decrecimiento y la reafirmación de una doble dependencia: la de las exportaciones petroleras para la generación de recursos y la de las importaciones para la satisfacción de sus necesidades.

A la debilidad estructural de nuestra economía, afirmada en la pretensión de potencia energética, el liderazgo actual ha añadido una letal dosis de desesperanza, la que se manifiesta en la gente, en las instituciones, en los pequeños y medianos empresarios, en una juventud constreñida a buscar horizontes fuera del país.

Asombra, por ejemplo, que las solicitudes de inscripción de venezolanos en el Instituto de Empresas de Madrid sean hoy más numerosas que las que recibe el IESA para su Programa de MBA. Asombra también y angustia comprobar cómo el clima creado de desesperanza está desangrando a Venezuela mientras países como Colombia y México, por citar sólo dos, buscan ­y encuentran­ en el nuestro el personal calificado que necesitan para sostener el crecimiento de sus empresas.

¿Habrá daño más grande a un país que quitarle la esperanza? Dos imágenes nuevamente: la de países afirmativos, con fe en su gente y con políticas de apertura económica, y la de países cegados ideológicamente, más pendientes de acuerdos políticos que económicos, frenados por el proteccionismo y negados a la competividad, marcados por un estatismo sin límites, inhibidores de la iniciativa privada y generadores de desesperanza. La apertura comercial, la expansión económica, la diversificación, la productividad, el estímulo a la actividad privada son para los primeros el camino para la generación de empleo, de riqueza, de bienestar.

El autoengaño, la dependencia de un solo producto, el aislamiento económico, el dominio estatal sobre la propiedad, la producción y el mercado, la ilusión ideológica y su pretensión expansionista seguirán siendo para los segundos el instrumento para el control de las libertades y la perpetuación del atraso y la pobreza.

Artículo de opinión
Miércoles, 11 de agosto de 2010

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