Tantas cosas hemos vivido en pocos años, tantos abusos y desafueros gubernamentales inspirados y bendecidos por la inexistente separación de poderes, tantas amenazas cumplidas, tanta corrupción e incompetencia administrativa, tanta protesta que no ha llegado a nada, tanto cierre de empresas, tanta violencia e inseguridad personal hemos sufrido, que se ha ido formando un torbellino de percepciones y emociones negativas como el desconcierto, el miedo y la desconfianza.
Cada uno de esos síntomas se manifiesta de diversas maneras en personas y sectores sociales diferentes. El miedo cunde en los estratos de mayores ingresos a medida que llegan noticias de algún familiar o conocido que fue asaltado o secuestrado. Los sectores populares han tenido que aprender a vivir la zozobra de los enfrentamientos entre pandillas, o de saber que cada día crecen las probabilidades de ser asaltado en una buseta o en el Metro. La inflación causa desconcierto y preocupación en los sectores medios y los de menos ingresos.
En grandes y medianos agricultores hay incertidumbre porque en cualquier momento emerge una resolución o un decreto que puede alterar los planes de producción. Desconocemos hacia dónde va la propiedad inmobiliaria, ni lo que las comunas deben hacer para obtener recursos del Gobierno central. Los empresarios no saben con claridad cuál es la política cambiaria en la práctica y muchos menos cuál ha de ser en el futuro cercano. A la policía se le teme casi tanto como a los malandros. Quien es propietario de una emisora de radio tiembla porque en cualquier momento puede ser víctima de una medida arbitraria.
Las universidades sienten el cerco político. Quien tiene alguna querella con el Estado no tiene a quién recurrir porque ningún tribunal se atreverá a sentenciar en contra del régimen, por muy caprichosa que sea la decisión o actuación que se objeta. Quienes apostamos por una salida electoral tememos que en cualquier momento puede surgir una inhabilitación de un candidato a diputado de la Asamblea Nacional. Y, reconozcámoslo de una vez por todas, no sabemos qué va pasar con el proceso electoral, si los resultados serán reconocidos, o qué podemos hacer o a quién recurrir para enfrentar fraudes o anormalidades significativas.
En ese clima unos optan por la resignación, otros por la denuncia y otros por la salida del país. Ninguna de las tres opciones se escoge con tranquilidad. Quien se resigna lo hace sintiendo humillación. Y si se trata de alguien que en algún momento se ilusionó con el régimen, peor es el desagrado. No es raro que quien denuncia lo haga por principio o para que "conste en acta" en algún ente público nacional o internacional, porque lo hace consciente de que no se le prestará atención alguna, cosa por demás irritante. Muchos de quienes decidieron irse del país lo hicieron muy a su pesar, con tristeza y amargura.
Todas esas emociones reflejan frustración. Tal agitación de emociones parece estar formando un sentimiento terrible compartido por muchos: la ira colectiva, ese deseo de destruir lo que causa desilusión, desesperanza, deterioro acelerado de la calidad de vida, por pobre que ésta haya sido. La ira se ha ido convirtiendo en el sentimiento que ha de marcar el clima de la sociedad venezolana en las semanas y meses por venir.
Por su poder destructivo, la ira es una fuerza que debe ser orientada, pero no frenada, porque reprimirla sólo le impartiría mayor poder destructivo. Darle sentido a la ira colectiva va a ser el reto que el liderazgo del país tendrá que enfrentar a corto plazo. Esa ha de ser la prueba de fuego de quienes aspiran a la conducción de la nación. Por el bien de todos, ojalá que la ira no constituya su Némesis.
Artículo de opinión
El Nacional, 5 de agosto de 2010
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