viernes, 4 de mayo de 2012

El tiempo, el implacable, que aún no pasó


(Miguel Ángel Santos comparte sus añoranzas y reflexiones personales, relacionadas con vivencias y reencuentros con su historia familiar. Publicado en El Universal el 29 de abril de 2012)

Hay algunos temas que se presentan de súbito en la conciencia con carácter de necesidad. Uno los puede evitar por un tiempo, sacarles el cuerpo y hacerse el loco, conseguir alguna que otra conjetura económica algo más entretenida (y casi con certeza de mayor interés general), pero siempre terminan volviendo como una suerte de conjuro. En esos casos, sólo queda escoger las palabras con el mayor esmero posible y hacer el esfuerzo de despertar en los demás ese interés persistente que ni uno mismo sabe a ciencia de dónde ha surgido. Eso debe ser a lo que alude Vargas Llosa cuando invita a cada quien a "aceptar sus propios demonios y servirlos en la medida de sus fuerzas".

Todo esto a raíz de las ideas e impresiones que me han venido persiguiendo desde que, hace algunas semanas, decidí acercarme a escuchar cantar a Pablo Milanés en el Palau de la Música Catalana. Habían pasado ya unos cuantos años desde la última vez que lo vi, acompañado por Soledad Bravo, en el Teatro Teresa Carreño. Aún así, la estructura del concierto sigue siendo en esencia la misma, más allá de alguna que otra canción nueva de la que ya hablaré más adelante. El comienzo con "Yo no te pido", "La vida no vale nada" o "Nostalgias"; el cierre con "Yolanda" y "Para vivir". ¿A qué viene uno a estos conciertos si no es a esto?

Tengo para mí que se viene a estos recitales a reencontrarse con esos otros que uno ha sido y no ha sido a lo largo de su vida, esos cuya esencia se nos hace esquiva, bien sea porque han desaparecido para siempre (porque ya no se es más quien se fue) o porque jamás se materializaron. Difícil pensar en una mejor forma de recobrarlos así sea de forma breve, en esto a la música no le llega de cerca ni aun el silencio de la fotografía. En mi caso en particular, me trajo a la memoria aquellos long play de no hace tanto tiempo que hoy se nos antojan siglos, con sus surcos llenos de cotufas desde cuyo fondo emergía aquella voz de protesta, de cambio y de inspiración que vino a ser para muchos de nosotros la trova cubana.

Fue allí donde supe por primera vez de Bertol Brecht (... pero hay quienes luchan toda la vida, esos son los imprescindibles), de los poemas de Lola Rodríguez de Tió (... Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas...); desde allí fuimos iniciados a los detalles de la intervención de Estados Unidos en Nicaragua (... otro hierro caliente con que el águila daba su señal a la muerte).

Era, en todo el sentido de la palabra, la fascinación de la ficción. Veníamos de clase media, relativamente acomodada, y aquellas estrofas llenas de solidaridad y preocupación por el prójimo traían una cierta sensación de resistencia que no pasaría de allí, nos permitían recrear la vida que no sería, las posibilidades que ya no tendríamos la oportunidad de vivir. Ya para estas alturas es evidente que ese cariño que uno no puede sino guardar por aquella época y sus otros ha entrado en franco conflicto con el presente.

En mi caso en particular, una visita a La Habana con mi padre a finales del gobierno de Caldera ya había generado una primera ruptura, aunque nunca como lo que vendría después. Íbamos, como muchos gallegos que vuelven a la isla, tras el rastro de antepasados. Allí dimos con una escuela nombrada en honor a Eliseo de la Torre, un tío abuelo que emigró de España y se convirtió en un maestro armero de las columnas de Fidel en Sierra Maestra. Mi papá iba buscando sus raíces en aquella tierra hermosamente descrita en las cartas, pero nos dimos de bruces con la realidad. No quedaban ya sino las sombras, y en el sentido literal de la palabra, los escombros.

Uno nunca pensó que la lucha que tan noblemente describían aquellas canciones podía terminar con aquella gente en harapos, forzada a vivir en casas semiderruidas, rogándole a los turistas jabones y champúes en las calles, haciendo cola para recoger raciones de alimentos, profanando las tumbas del Cementerio Colón en búsqueda de alguna joya que pudieran intercambiar por comida o ropa, con dos títulos universitarios encima y unas capacidades que nadie en la isla demandaba y a cambio de las cuales el sistema no provee remuneración.

Los años que han pasado y los acontecimientos políticos de Venezuela no han hecho sino terminar de despertar nuestra conciencia en relación con el régimen cubano. Predomina, como me dijo alguien en estos días, una sensación de invasión que ya hace imposible reconciliar al Silvio Rodríguez de "Ojalá" y "Mujer con sombrero" con el que representa y sostiene al régimen cubano desde su curul en la Asamblea Nacional.

El bar del Palau de la Música Catalana estaba repleto de cubanos aquella noche. Uno hubiese esperado algo de ese sentimiento de holocausto (en minúscula) que predomina en los encuentros de venezolanos en el exterior por estos días y que invariablemente discurre por las siguientes líneas: "¿Venezolano? ¿Qué más, pana?" (en voz baja). "¿Y eso?" (Voltea hacia otro lado antes de contestar) "Bueno, salimos en el 2003... Mi esposo trabajaba en una contratista de Pdvsa... ¿Y tú?" (suspiro, cejas arriba) "Bueno, yo... ". Pero no. El ambiente aquí es bastante menos dramático, mucho más parecido a esa feliz nostalgia que reina en los reencuentros de egresados.

Dispuesto a averiguar por qué me aproveché de esa facilidad para establecer contacto con extraños que nos caracteriza a ambos, y entablé conversación con un pequeño grupo. Y entonces me di cuenta. No tiene nada que ver con la discusión reciente que han tenido Silvio Rodríguez y Pablo Milanés por el distanciamiento de este último de la revolución cubana (y de la que yo estaba bastante más al tanto que ellos). No. Tiene que ver con que ha pasado ya demasiado tiempo, con el hecho de que ya no está vivo ese rencor, ya Cuba forma parte de la otredad, de esos otros de los que hablaba yo antes. Es "el tiempo, el implacable, el que pasó". El rencor le ha abierto paso a la nostalgia. Ni siquiera una nueva canción bastante crítica titulada "¿Ha valido la pena? Te pregunto, no sé" ha sacado a la concurrencia de ese modo jovial.

Pensaba en estas cosas mientras hacía una de esas largas caminatas sin rumbo por la ciudad y sin darme cuenta vine a parar de nuevo al número 15 de la calle Escudilleros, muy cerca de las Ramblas. Aquí está el Hotel Comercio, en donde mi papá pasó sus últimas noches en España, antes de abordar el barco que en 1952 lo traería a América. Para él, arraigado en Venezuela desde hace tanto tiempo, volver ya tampoco es una opción. Para él, también ha pasado el tiempo. Con frecuencia termino aquí, y luego más allá frente al puerto, pensando en esos seres arrancados de sus vidas, forzados por la guerra, las dictaduras, el crimen o la propia economía a pasar el resto de sus vidas caminando por unas calles y conviviendo con otras gentes que ya no podrán ser más las suyas.

Me doy cuenta entonces de que en Venezuela todavía no ha pasado ese tiempo. Todavía podemos, como decía el poeta José Ramón Medina, hundir las manos en las aguas cálidas del sentimiento, antes de que todo se vuelva fría memoria.

@miguelsantos12

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