miércoles, 6 de junio de 2012
¿Cómo desmontar al bufón?
(El profesor del IESA, Miguel Ángel Santos, hace una reflexión sobre la realidad de la cultura en Venezuela, tomando como punto de partida el análisis del libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo. Publicado en el diario El Universal el 3 de junio)
Tengo que confesar que adquirí La civilización del espectáculo, el último libro de Mario Vargas Llosa, con esa mezcla de excitación y ansiedad de quien se aproxima a la fuente de sus dudas más existenciales. Todos tenemos esas áreas en donde nuestra coherencia es puesta a prueba, esas ideas que nos hemos ido haciendo con el tiempo y que no siempre son consistentes con el resto de nuestras convicciones.
Hemos ido poco a poco construyendo nuestra propia forma de concebir el mundo y llegado a creer en principios que no siempre somos capaces de justificar. De alguna forma sabemos que algunos de ellos (parafraseando a Sábato) no aguantarían uno solo de nuestros análisis lógicos. Siendo así, una oportunidad para tender puentes entre esas incoherencias y darnos cierta sensación de conexión integral siempre es bienvenida.
Presentía que el libro vendría a ser el final de una construcción de la que había venido siendo testigo a través de sus columnas dominicales y ensayos. Me identificaba con muchas de sus preocupaciones. Desde hace tiempo tenía la impresión pueril, superficial, desarrollada en el trajinar del día a día, de que la cultura (como quiera que se entienda, ya volveré sobre ello) había ido desapareciendo, o acaso sea más preciso decir, había venido siendo arrinconada en la escena venezolana.
Como suele ocurrir, contribuyeron con esa percepción una sucesión de hechos puntuales: el fin del Festival de Teatro de Caracas (que gracias a la tenacidad de un pequeño grupo de defensores de la cultura ha vuelto este año), el cierre de nuestras librerías más tradicionales y su sustitución por una suerte de abastos de autoayuda y de lectura rápida, el "fin de la concesión" que tenían nuestros grupos teatrales sobre ciertos espacios, el cierre del Ateneo de Caracas o la militarización del Teatro Teresa Carreño. En el lugar de la cultura se ha ido instaurando una suerte de imperio del entretenimiento, encabezado por un personaje todopoderoso en nuestros días: el bufón.
En palabras de Lipovetsky y Serroy (La cultura mundo: Respuestas a una sociedad desorientada), el bufón tiene como única intención "divertir y dar placer a las masas, posibilitar una evasión fácil y accesible para todos, sin necesidad de formación alguna, sin ningún referente cultural y erudito".
Arrogancia
El problema está en que tras esa convicción se encuentra una arrogancia inconfesable, que no es otra que la de presumir saber, o como mínimo de saber quién o quiénes son los que saben, qué diferencia la cultura de aquello que no lo es. Aun Vargas Llosa, con toda la despreocupación y la irreverencia que le pueden haber traído el Nobel y la edad, hace galopar sus ideas por encima de esta jactancia. A fin de cuentas: ¿qué es la cultura? Tenía en mente una idea de José Ignacio Cabrujas que hasta la fecha me había sido una referencia útil: La cultura es aquello que nos urge en la vida. Esto, para Vargas Llosa, no puede ser la cultura.
Esas definiciones tan amplias, que comprenden "la lengua, las creencias, usos y costumbres, indumentarias, técnicas y en suma, todo lo que una sociedad practica, evita, respeta y abomina" son precisamente las que desembocan en la cultura como pasatiempo, anteponiendo el entretenimiento por encima de todo. ¿Y qué es entonces la cultura?
Vargas Llosa cita a T.S. Eliot: "La cultura es una sensibilidad y un cultivo de la forma que da sentido y orientación a los conocimientos". Por decir lo menos, esto tampoco ayuda. Más adelante afirma, en una de esas frases con las que uno se identifica plenamente y después no haya qué hacer con ellas: "La vida ha dejado de ser vivida, para ser representada... La idea de reemplazar el vivir con el representar, hacer de la vida una espectadora de sí misma, implica un empobrecimiento de lo humano". ¿Y cómo sabe uno, por citar un ejemplo, si el Rey de España y su protocolo es un "cultivo de la forma" o una de esas representaciones que "empobrecen lo humano"?
La élite
Siendo así, la cultura queda a merced de la interpretación de ella que haga una élite predominante. Vargas Llosa en este sentido no tiene ningún remordimiento: La cultura debe ser patrimonio de esa élite, y esa es (y aquí cita de nuevo a T.S. Eliot) "condición esencial para la preservación de la calidad de la cultura". Apenas unos párrafos más adelante, el autor aclara que esa élite "en ningún caso debe identificarse totalmente con la clase privilegiada o aristocrática de la que proceden principalmente sus miembros". Aquí vale aquello que le escuché una vez a Stephen King: Las palabras que uno suele terminar con el sufijo "mente" son las que nos revelan. Este mango bajito no lo ha dejado pasar Jorge Volpi: "Según él (Vargas Llosa) la existencia de una autoridad permitió el desarrollo de la cultura, gracias a que un pequeño grupo de sabios, cuya influencia no dependía de sus conexiones de clase sino de su talento, señaló el camino a los jóvenes. (¿Quiénes serían esos aristócratas sin vínculos con el poder?)"
Que en el libro no se encuentren las respuestas que buscaba no quiere decir que la lectura no haya valido la pena. Como suele suceder con estos temas tan resbalosos, en lugar de aspirar a tener un criterio todo-inclusivo que sirva de tabulador a nuestras inquietudes, quizás lo que conviene más sea sacar pequeñas lecciones en claro.
La primera es que jamás llegaremos a una concepción única acerca de lo que representa cultura y lo que no. Y pensándolo bien, es una gran cosa que así sea. Esto acaso nos obliga a tolerar al bufón en todas sus manifestaciones, que incluyen (pero no están restringidas a) el político, el economista, el encuestador; el entretenedor por excelencia. En ese proceso, sin embargo, es bueno enfatizar que la cultura no tiene nada que ver con las masas. Que a Pablo Coelho lo lean cientos de millones de personas no dice -ni deja de decir- nada en relación a su obra como fenómeno cultural.
Impresión
La segunda cosa es que, a título personal, uno sí es capaz de decir qué ha sido cultura y qué no, de todo lo que uno ha visto. Se percibe un elemento común, que radica no tanto en que se haya superado la prueba del tiempo de manera intergeneracional (después de todo esto depende en buena parte de esa cofradía de sabios que son los editores y quienes deciden sobre el currículo de lectura estudiantil), sino más bien por el tiempo que cada manifestación cultural haya sido capaz de permanecer en la impresión del espectador.
Por decir algo, uno siempre termina volviendo a la Odisea, o a las Memorias de Adriano, a El beso de Gustave Klimt o al Autorretrato frente a la cama y el reloj de Edward Munch. Aunque me parece increíble, todavía encuentro gente muy culta que no les ha encontrado nada espacial, y en cambio tiene en cabecera La insoportable levedad del ser (de cuya página cien jamás fui capaz de pasar) o atesoran serigrafías con los garabatos de Joan Miró. En cualquier caso, es una cuestión personalísima, pero hay algo seguro: El bufón rara vez consigue dejar una impresión duradera.
Siendo así, y he aquí la tercera y última cosa que he sacado en claro, lo mejor que podemos hacer por preservar la verdadera cultura sea promover la sensibilidad, estimular la búsqueda del poeta, el escritor, el cineasta, el compositor, el artista plástico o el pintor que nos expresa, ese al que terminamos por acudir en las horas aciagas y que, de alguna forma que no somos capaces de explicar, nos orienta, nos contextualiza e inspira. Esa es la única forma democrática de minimizar al bufón, al vendedor de ilusiones, y de desmantelar en alguna medida el imperio del entretenimiento.
@miguelsantos12
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