Es que este es un paisito mal hecho" sentenciaba, años atrás, un viejo amigo cuando alguien se quejaba de los defectos de Venezuela. Lo hacía con humor, pero era en serio. Hoy me viene a la mente esa frase con una frecuencia alarmante: el país luce cada día más contrahecho. Pero un país no es sólo infraestructura, fronteras o símbolos, es más que nada la suma de la conducta de la gente y los venezolanos parecen estar dispuestos a soportar con estoicismo cualquier humillación.
La inseguridad personal lejos de desatar la furia de los ciudadanos, genera una conducta evasiva. La gente se encierra al anochecer, evita circular por buena parte de la ciudad, compra candados, cadenas, cercas eléctricas, ve en cada motorizado o extraño una amenaza y consume ansiolíticos.
Las madres de los miles de asesinados en los barrios o en las cárceles lloran a sus hijos, pero una proporción de los parientes se resigna: "Juan siempre tuvo mala suerte", "Yo le dije que no saliera de noche".
La maraña y el abuso burocrático llegaron a extremos nunca vistos. Cualquier trámite, público o privado, está preñado de un papeleo infernal, docenas de fotocopias, datos personales, testigos y un recurrente mal trato al usuario de cualquier servicio.
Los pobres son más castigados ya que no pueden apelar a servicios legales o a los gestores, cosa que vale desde los campesinos hasta los obreros de las grandes ciudades. "Regresa la semana entrante" es la frase favorita, pero no faltan las impersonales declaraciones como "cédula y teléfono, esa es la norma de la empresa" cuando nos exigen anotar en cualquier papel nuestros datos.
Como si la espantosa inflación no fuera suficiente castigo, los ciudadanos pierden millones de bolívares saltando de una oficina a otra. El deterioro de los servicios es terrible: agua, electricidad, transporte público, recolección de basura, policía, vialidad, tránsito.
Nada funciona bien, pero los ciudadanos aceptan con resignación las largas colas, mientras piensan si encontrarán agua al llegar a sus casas o si sus electrodomésticos se quemaron en el último apagón. Las reflexiones del conductor se interrumpen al observar las montañas de basura o en la maniobra para evadir cráteres, mendigos o perros muertos.
El sentimiento nacional, o como se le quiera llamar al orgullo que un ciudadano debe sentir, parece haberse esfumado. Se acepta como normal que los nacionales de otro país estén a cargo de los servicios médicos, estén metidos en las oficinas públicas, dicten pautas en materia de educación, comercio y agricultura, amén de tratarnos como si nuestra patria fuera colonia de la también maltrecha isla antillana.
Unos callan, otros abandonan el país en procura de un futuro mejor.
Las instituciones y la ley han desaparecido. Lo que queda de ellas no es más que la sumisa prestación de servicios al Ejecutivo o el empleo de instrumentos para silenciar y amedrentar aún más a los ciudadanos, cerrando el círculo del miedo que ha paralizado a nuestra sociedad.
Artículo de opinión
El Universal, 27 de septiembre de 2009
www.eluniversal.com
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