La crisis global parece no tener fin. Después de su estallido con el violento deterioro de los créditos hipotecarios subprime, que no sólo causó severas pérdidas a los bancos prestamistas, sino también a los inversionistas que habían adquirido títulos que se basaban en esos deteriorados préstamos, siguieron otros procesos que empeoraron la crisis.
También los créditos hipotecarios considerados de bajo riesgo, así como los préstamos destinados a la adquisición de valores, de vehículos y de otros bienes durables se deterioraron notablemente, lo que aumentó su morosidad de forma violenta y causó nuevas pérdidas multimillonarias a los bancos.
Todo eso trajo como consecuencia la quiebra de múltiples instituciones financieras, la paralización del crédito en los principales mercados del mundo y, en consecuencia, el desplome de las ventas a escala mundial. Ello, a su vez, se ha traducido en una merma de la actividad productiva en varias de las principales economías del orbe, lo que ha generado un aumento sólido y sostenido del desempleo.
Pero, ¿cuándo saldremos de esa pesadilla? Parece que no tan pronto. Ahora se está materializando una nueva ola que está causando estragos: la morosidad de las tarjetas de crédito, la cual ha aumentado en forma disparatada, lo que ha causado severas y crecientes nuevas pérdidas a los bancos norteamericanos y europeos y a las empresas que emiten esos instrumentos. El mayor desempleo ha hecho que un número creciente de tarjetahabientes deje de pagar lo que ha adquirido o consumido con tarjetas de crédito, al no disponer de fondos para honrar sus deudas. En respuesta, los bancos han incrementado los intereses y las comisiones que cobran por esas operaciones, lo que ha agravado aún más el problema y ha desencadenado una serie de protestas de los consumidores, quienes exigen a las autoridades la imposición de límites máximos a estos costos. No sólo eso. Buena parte de los préstamos a través de tarjetas de crédito han servido de base para la emisión de valores que han sido adquiridos por inversionistas del mundo entero, por lo que el aumento de la morosidad de esos créditos se reflejará negativamente en el valor de mercado de esos títulos, e infringirá nuevas pérdidas a los inversionistas que los adquirieron.
Todo parece indicar que la ansiada recuperación mundial va a tardar, o no será tan intensa y rápida como se quisiera, lo que exigirá nuevos esfuerzos de las autoridades económicas de los países industrializados con la finalidad de revertir las negativas tendencias existentes, o por lo menos mitigarlas. Eso explica por qué Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, no vacila en decir que hay que seguir inyectando fondos a la economía para apuntalar las instituciones financieras que siguen afrontando pérdidas, a pesar del riesgo inflacionario que esa acción pudiera eventualmente generar. Sólo así se podrá aspirar a reactivar el crédito y con ello estimular la demanda y la producción, condición de base para generar nuevas fuentes de trabajo que reduzcan el desempleo.
Pero, ¿cómo nos afecta todo esto a nosotros? En la medida en que las principales economías del mundo sigan en crisis, o su recuperación se retrase y limite, las posibilidades de que los precios de las materias primas se recuperen sólidamente se desvanecen, y es probable, en consecuencia, que la recuperación de los precios del petróleo pierda fuerza en el futuro previsible. No creo necesario ahondar sobre las consecuencias que esto tendría en una economía tan dependiente de la renta petrolera como la nuestra.
Artículo del profesor Pedro Palma.
El Nacional, 3 de agosto de 2009.
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