La ambición o codicia ideológica amenaza con tomarlo todo, incluso el derecho de decidir sobre los derechos, de interpretar a su gusto el acuerdo social que es la Constitución, de legislar sin consulta ni control, al amparo de la sumisión de los poderes y bajo el imperio de la arbitrariedad o de una ley habilitante perpetua, aspiración máxima del autoritarismo.
El caso de las emisoras afectadas por la decisión oficial incluye una variante digna de considerar. Se argumenta con la potestad del Estado sobre del espectro radioeléctrico y se aduce el incumplimiento de formalidades procedimentales para la renovación de una concesión. Se olvida, sin embargo, que una radio no es solamente una señal, es una empresa, una organización, unos capitales, unos profesionales, unos trabajadores, una audiencia, una cadena de valor económico y social. Y es, además, el medio para el ejercicio de un derecho: el de expresarse, el de informar y estar informado, el de participar.
Como empresa, cada radio cerrada representa la destrucción del aporte de muchos: desde quien recibió la concesión hasta del más antiguo productor de programas o del más reciente técnico incorporado a la nómina. La señal puede ser del Estado, pero el trabajo es de las personas. Al negar la renovación de la concesión se está eliminando una empresa, cerrando una fuente de trabajo y, en muchos casos, una escuela de formación y quebrando un esfuerzo continuado.
Cierto que la concesión no se hereda, pero ¿puede decirse lo mismo del esfuerzo y trabajo puesto por quienes sostuvieron la iniciativa, la vieron crecer, la pusieron al servicio de la comunicación ciudadana? ¿No cabía la posibilidad de mecanismos sustitutivos que permitieran la continuación del esfuerzo de una generación en manos de las siguientes? ¿Pudo más la formalidad legal o la voluntad de silenciar el disenso? Cuando se pone en duda la legítima aspiración a la propiedad privada, se pone en duda también el derecho de traspasar a las próximas generaciones el fruto del esfuerzo y del trabajo, esa herencia material a la que idealmente deberían sumarse la del buen nombre, del saber hacer y de los valores.
Negar esa posibilidad es eliminar una de las motivaciones más inspiradoras, la de crear para el bienestar de la familia, para sentar las bases de nuevos crecimientos. Es negar el derecho de construir el futuro que no termina con uno mismo. Es negar el sentido de previsión, de seguridad y de continuidad, la aspiración legítima a dejar a los hijos oportunidades mejores de las que cada uno pudo disponer. Apoderarse de la herencia es hacerlo del trabajo de una generación y de las posibilidades de las siguientes. Es romper la continuidad del desarrollo.
La construcción de los derechos sociales no puede hacerse sobre la destrucción de los derechos individuales. La función del Estado es preservar y garantizar los derechos de los ciudadanos, de ninguna manera y por ninguna razón apropiarse de ellos. No es inútil recordarlo cuando las leyes, llamadas a garantizar derechos, son blandidas como amenazas para desconocerlos o para conculcarlos.
Artículo de opinión aparecido en El Nacional
12 de agosto de 2009
12 de agosto de 2009
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