jueves, 26 de noviembre de 2009

Prof. Ramón Piñango \\ Desastre y vacío


Unos cuantos ámbitos de la vida nacional son considerados por los especialistas zonas de desastre, dada la diversidad y profundidad de los problemas que los afectan. Ese es el diagnóstico que se hace, por ejemplo, de la educación, la salud, la vialidad, la seguridad personal, la vivienda, la industria petrolera y petroquímica, la energía eléctrica y del aparato productivo del país. Y si nos referimos a lo institucional, descripciones no menos alarmantes pueden hacerse de lo militar, el sistema judicial, el Banco Central, la Asamblea Nacional y la Contraloría, por mencionar sólo algunos ejemplos de cómo pueden desnaturalizarse organizaciones públicas de tan vital importancia para la vida republicana y el desarrollo del país.

Pero en la circunstancia que vivimos la percepción de desastre no es exclusiva de expertos o de analistas que pasan sus días revisando estadísticas para emitir su opinión en los medios o en los foros sobre perspectivas económicas y políticas que cunden a finales o comienzos de cada año. Recientes sondeos de opinión, como el de Datanálisis, muestran que la misma apreciación cobra más y más fuerza en el ciudadano común. Crece rápidamente la proporción de la población que evalúa negativamente la situación del país, e, incluso, la de quienes juzgan como negativa su situación personal. Nada debe sorprendernos que así piense parte importante de la población. Es imposible ocultar lo tangible que golpea los sentidos: el número de personas asesinadas, las horas o días sin energía eléctrica, la escasez de viviendas, los huecos y la basura en las calles, las condiciones de los planteles escolares y los hospitales, los familiares y amigos que sufren de enfermedades como el dengue, la injusta inflación que engulle los ingresos de los trabajadores.

Si el desastre tangible exige nuestra mayor atención, también lo demanda la apreciación que de la situación actual hace la gente. Así, es elocuente que dos grandes actores sean señalados como responsables del desastre en que nos hundimos: el presidente Chávez y el pueblo venezolano. También lo es que la desconfianza en el Presidente se aproxima a 60%, y en los mismos estratos D y E, que tanto han simpatizado con él, esa desconfianza ha crecido recientemente.

El señalamiento del pueblo como culpable merece ser destacado. Desde hace tiempo sabemos que para unos cuantos venezolanos el pueblo es el primer responsable de los males del país. No es novedad, por ejemplo, que para cierto antichavismo, el pueblo sea el responsable de haber llevado a Chávez al poder. Ahora lo nuevo es que la misma gente pro gobierno sea la más inclinada a señalar al pueblo como culpable de los males que sufrimos. En este sentido, no puede pasar inadvertido que en los últimos tiempos al Presidente le ha dado por señalar a la gente como alguien que contribuye a que ciertos problemas existan y persistan (no nos bañamos rápidamente, no ahorramos electricidad, pedimos aumentos salariales, somos consumistas, comemos mucho). En esto de ver las culpas del pueblo, la revolución y la reacción convergen cada vez más. Tal manera de ver al pueblo profundiza la brecha con un gobierno que ha decepcionado a las inmensas mayorías y crea un vacío político que nadie logra llenar.

¿Qué panorama anuncia el desastre tangible y las reacciones de la gente que, ante éste, se siente abatida y desilusionada? Las cosas parecen apuntar hacia una destructora anarquía y una eventual salida autoritaria. Hacia allá vamos a pasos crecientemente acelerados. De este terrible futuro podemos salvarnos si alguien articula una propuesta alternativa que responda a las necesidades de la gente, que sea convincente y luzca viable. Esa propuesta todavía no existe.

No hay comentarios: