Desde su posición de estadista, Arias ha estado para recordarnos que hay al menos dos formas de entender la fortaleza de los países: una desde un concepto militarista de la vida y de las relaciones con batallas y estrategias, amigos y enemigos, otra desde el reconocimiento de las personas y los valores, desde la educación, el desarrollo de una cultura ciudadana y la atención a los verdaderos intereses de la gente.
Siempre habrá argumentos para tratar de justificar el empeño armamentista la seguridad interna y externa, la amenaza de enemigos reales o ficticios; nunca, sin embargo, suficientes para anteponerlo a la educación y a la consolidación de una economía productiva, estable, con capacidad para generar oportunidades, empleo y bienestar. Son estos valores los que construyen la verdadera fortaleza.
La obsesión por la seguridad y su uso como estrategia para encubrir un afán armamentista, termina no sólo distrayendo los recursos que deberían dirigirse a la verdadera construcción de la nación sino, incluso, creando más inseguridad y un frenesí guerrerista inútil y desestabilizador. La historia de los pueblos demuestra claramente que sus períodos de grandeza se corresponden con los momentos en los que tuvieron más brillo la cultura y el trabajo que el enfrentamiento interno o externo, la escuela y la fábrica que el cuartel.
Más allá de la discusión sobre el monto de los recursos dedicados al armamentismo frente a los dedicados a salud, educación o promoción de la economía productiva, es preciso volver a los principios que inspiran una postura u otra, al concepto de país que subyace detrás de cada posición y al modelo de fortaleza que se persigue: la que viene de las armas o de la generosidad de la naturaleza o la que surge de la gente, del talento, de la educación, del esfuerzo, de la adhesión a un proyecto de país y a un sistema de libertades y de oportunidades.
Son dos formas de entender la vida: desde la fuerza o desde la razón, desde la violencia o desde el derecho, desde los misiles o de la educación, desde la amenaza o el acuerdo, desde la defensa de dominios o desde el desarrollo en paz y prosperidad, desde el orgullo del príncipe o desde los verdaderos intereses de la población.Quienes privilegian la fortaleza militar olvidan que ella necesita del sustento de la económica. Es cuestión, entonces, de optar por una fortaleza económica, social, cultural que sostiene el país o por otra, la de las armas, que lo debilita, consume recursos, desvía la atención de lo prioritario.
El país tiene derecho a preguntarse: ¿cómo se defiende mejor su dignidad y su seguridad: con armas o con educación, con bravuconadas o con sensatez, con arranques guerreristas o con la construcción de un clima de estabilidad y confianza, con una democracia declarativa o una democracia eficiente, con promesas y amenazas o con la creación de condiciones para una mejor calidad de vida? ¿País fuerte con una economía deteriorada, dependiente de un único producto y del gobierno central, castigada por la desconfianza y el abandono de la inversión propia y extraña? Venezuela necesita, hoy más que nunca, las armas de la educación, no las de la guerra.
Artículo de opinión
El Nacional, 234 de septiembre de 2009
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