La tolerancia, entendida como la consideración y el respeto a las ideas y posiciones diferentes es un valor fundamental en cualquier sociedad verdaderamente democrática. Es de esperar que estas sociedades vayan promoviendo la tolerancia como una forma de contribuir a facilitar el intercambio político, económico, cultural y social en general. Sin menoscabo de otros sistemas, la familia y la educación, son los espacios idóneos para fomentar la tolerancia ciudadana.
Las naciones van creciendo en tamaño poblacional, complejidad organizacional y diversidad de necesidades que deben ser satisfechas. Este crecimiento alberga, en concreto, credos religiosos diferentes, posturas ideológicas matizadas, fanatismos deportivos, organizaciones competidoras, agregados urbanos, diversidad que debe operar en un mismo espacio público. Como consecuencia de tal complejidad, la eclosión de conflictos es una opción probable. No obstante lo anterior, tal complejidad resulta gerenciable dentro de un esquema que incentive y privilegie la tolerancia como un soporte de la coexistencia pacífica.
En la reciente apertura del año escolar, el presidente de la República hablaba en una escuela, con un grupo de alumnos, donde se refería a los escuálidos como obstaculizadores de la aplicación de un instrumento legal y nunca como una parte de la población que, argumentadamente, se opone a dicho instrumento. Propuso, inclusive, un abucheo para los así llamados. Adicionalmente, en su discurso le cerraba el paso a cualquier opción de poder distinta al socialismo. Esta conducta presidencial se enmarca dentro de una estrategia que fomenta la intolerancia cuyo impacto se expresa en radicalización de posiciones, inhibición de conductas y alejamiento de los imprescindibles consensos negociados.
La tolerancia no se garantiza legalmente. Ni siquiera la Constitución es capaz de hacerlo. De hecho, la sola intención de liquidar a las minorías, a través de un instrumento legal, es un indicador fehaciente de cuan poco tolerante es quien, mediáticamente, promueve la tolerancia o el respeto entre pares. La intolerancia como estrategia persigue, precisamente, exacerbar tal conducta en los ciudadanos que apuestan democráticamente.
Las recientes presiones y amenazas sobre los medios de comunicación y la respuesta autocensurada que algunos han adoptado, sólo refuerzan más los niveles de intolerancia de los ciudadanos demócratas no sólo con el régimen, sino también con quienes, por temor o por inconsecuencia, sucumben frente a las presiones oficiales. Los apoyos de supuesta solidaridad hacia países hermanos, generan también un nivel de intolerancia no fácil de administrar. La intolerancia no sólo se práctica nacionalmente, también desborda las fronteras patrias.
Reconocemos que la intolerancia abierta, explícita, manifiesta, es preferible a la intolerancia oculta que se reviste de condescendencia. Sin embargo, nada más salvaje que la intolerancia promovida como una estrategia de Estado.Siendo un valor democrático, la tolerancia no es un valor absoluto. Cuando faltamos o agredimos principios fundamentales, la conducta de los agredidos puede ser intolerante en tanto y en cuanto esos valores y principios, que no son negociables, son vulnerados.
Somos tolerantes frente a la convivencia respetuosa de principios y valores diferentes y frente a los necesarios consensos requeridos para coexistir pacíficamente. Pero somos intolerantes cuando esos principios se nos quieren arrebatar para socavar las bases de una sociedad gobernable y con reglas de juego claras. La intolerancia promovida desde las esferas gubernamentales es una perversión del poder. La defensa de los principios es una actitud
indeclinable.
Artículo de opinión
El Universal, 24 de septiembre de 2009
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